En el centro penitenciario La Picota, al suroriente de la capital
Cuerpos en Prisión, Mentes en Acción es la red de personas trans que buscan y trabajan
desde prisión por condiciones más dignas de reclusión, en medio de fuertes violencias.
Daniela Maldonado y Katalina Ángel Ortiz son dos activistas trans que lideran el
trabajo con las presas trans de la cárcel La Picota de Bogotá. / Pamela Aristizábal
Resistir el encierro, el hacinamiento, la violencia, construir una identidad, desbordar
la categoría de género, hablar otro lenguaje, exigir respeto. En el centro penitenciario
para hombres La Picota, al suroriente de Bogotá, hay más de veinte personas trans
que trabajan porque su reclusión tenga condiciones más dignas. De eso se trata la
paz, la que va más allá de la firma de acuerdos y discursos, creen.
Muchas de ellas hicieron su tránsito recluidas, con muy pocos recursos y mucha
creatividad: pintaron sus uñas con marcadores, dejaron crecer su pelo, hicieron
faldas con sacos, depiladores de cejas con latas de atún. Se sintieron mujeres, se
sintieron bien. Afuera de ese cuerpo y ese tránsito, la cárcel era la sociedad, excluyente,
machista, transfóbica, violenta: “Miren, ahí va Roberto y sus amigos, los más varones
de la prisión”, recuerda Katalina Ángel Ortiz las “bromitas” comunes que los guardias
hacían. “Si ellos, que son la autoridad, lo hacen, qué se puede esperar de los internos”,
dice. Katalina Ángel trabaja en la red Cuerpos en Prisión, Mentes en Acción, un proyecto
que, con apoyo de la Red Somos, busca transformar esa violencia y reconocer los
derechos de la población trans recluida desde hace tres años.
Hoy trabajan con 14 personas trans en La Picota y ocho más en el pabellón de máxima
seguridad de esta cárcel, conocido como Erón, y han construido una cartilla que esperan
muy pronto se comparta en todas las cárceles del país. “Una herramienta para defenderse”,
que tiene rutas de atención legal y social para mover sus derechos constantemente
vulnerados.
Ángel conoce bien las problemáticas. Estuvo presa durante cuatro años y asegura que
es la primera trans de La Picota que fue tratada con enfoque diferencial. Pagó una
condena por tráfico y porte de estupefacientes, un delito común entre las personas trans
recluidas, y salió convencida de que quería trabajar por las que seguían en el encierro.
La historia de las personas trans recluidas en el país empezó a escribirse con contundencia
jurídica en 2011. Sólo hasta ese año la Corte Constitucional profirió una sentencia que le
ordenó al Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) realizar un campaña de
sensibilización y capacitación con los funcionarios, guardias e internos, sobre la protección
de los derechos de los reclusos y reclusas de identidad sexual diversa.
Erick Yosimar Lastra Ortiz, un interno trans del Establecimiento Penitenciario de Mediana
Seguridad de Yopal (Casanare), denunció que cuadros de mando lo amenazaban
constantemente con cortarle el pelo y que le decomisaron su maquillaje, aretes y moñas.
La respuesta del penal fue sencilla: el reglamento general para los internos desde 1995
afirmaba que estaba prohibido, por “higiene personal”, tener barba o pelo largo. La Corte
le recordó al Inpec que la opción sexual hace parte de la protección de los derechos
inalienables a la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad.
Por este pronunciamiento, el Inpec profirió la directiva permanente 0010 del 5 de julio de 2011,
que reglamentó el tema. Y aunque permitió el reconocimiento de muchos derechos antes
vulnerados, como la construcción de identidad, y aseguró la apertura de importantes espacios,
como el programa Cuerpos en Prisión, Mentes en Acción, la realidad sigue cargada de
violencias.
“Las chicas son sometidas a requisas denigrantes. Hay guardias que las obligan a desnudarse,
a mostrar sus genitales y hacer cuclillas pese a que hay una política clara del Inpec contra
estos procedimientos. Hemos llamado la atención sobre esos casos”, asegura Estefanía
Méndez, psicóloga vinculada al proyecto en La Picota, y denuncia, junto con otros compañeros,
que últimamente les ponen muchas trabas para entrar a la cárcel a trabajar con las personas
trans. Pueden tardar dos horas en el procedimiento.
La negligencia en temas de salud también es crítica, quizás aún más de lo que es para los otros
internos. “Hay una chica trans que tiene una infección terrible en sus glúteos, por implante de
silicona, y aunque ganó una tutela, a estas alturas no ha sido posible que le quiten los implantes”,
asegura Guillermo Camacho, otro de los aliados del proyecto. Si bien, por la intimidad de los
pacientes, no se puede saber cuántas personas son portadoras de VIH, esta es una problemática
que las afecta y viven en condiciones de alimentación y reclusión que hacen imposible llevar un
tratamiento digno de la enfermedad.
Para acceder a un tratamiento hormonal a través de una entidad promotora de salud (EPS), una
persona trans debe ser diagnosticada por un psiquiatra con disforia de género (un trastorno
mental), pero por la complicación del trámite o porque lo consideran indigno muchas recurren
al mercado ilegal para conseguir las ampolletas que se inyectan en condiciones insalubres o
ponen en parches y pueden costar entre $30.000 y $40.000.
“Las personas trans son cuerpos castigados y castigables, constituyen poblaciones criminalizadas.
Al ser expulsadas de los beneficios de ciudadanía y los beneficios de normalidad otorgados por el
Estado, la familia y el mercado, las personas trans viven vidas ilegalizadas (...) tras los muros de
la cárcel son sometidas a tratos crueles y violentos que niegan la autodeterminación de sus cuerpos
e identidades (...) son usadas como esclavas sexuales, violadas por sus compañeros de patio,
obligadas a realizar trabajos de cuidado y privadas de sus visitas familiares e íntimas”, escribió Jei
Alanais Bello, activista trans, en la revista I.letrados sobre el caso colombiano.
“A mí me daba terror pensar en trabajar con presas, pero conocerlas ha sido increíble. He visto cómo
se han fortalecido, cómo ahora sienten que tienen a alguien que las apoya, cómo cambian su vida
cuando cumplen sus condenas”, asegura Daniela Maldonado, otra trans que trabaja en la red. Esta
semana las presas trans de La Picota empezarán a trabajar en talleres para construir su propio
diálogo y alternativas de paz, con el apoyo de Proyecto Lunaria. Definitivamente, la paz que se
mastica en La Habana, entre el Gobierno y las Farc, deberá tener sus propias resonancias en el
país. Esta es una de ellas.
Con informaciones de "elespectador.com"