Su nombre era Zabi, y el diario La Vanguardia le dedicaba un amplio reportaje en 2009. Una de tantas personas transgénero que luchan por hacerse un hueco en sociedades como la pakistaní, la nepalí o la muy tradicional sociedad afgana. Bailaba en bodas, pese al riesgo que ello suponía para su vida, y su sueño era abandonar el país que la vio nacer. Hace seis meses la asesinaron y enviaron su cuerpo, descuartizado, a su familia.
Al parecer, en Afganistán está muy arraigada la costumbre de pagar a estas mujeres para para que bailen en bodas y celebraciones (Zabi, en temporada alta, podía actúar hasta cinco días a la semana) pero no es infrecuente que después los propios asistentes a estos festejos las asesinen cruelmente.
“¿Te consideras hombre o mujer?”, le preguntaba a Zabi el periodista de La Vanguardia. “Estoy en un punto medio”, respondía Zabi, que en aquella entrevista se refería a sí misma en femenino (y así lo hacemos nosotros). “¿Tienes novia?”, preguntaba de nuevo el reportero. “Novio. Él es muy fuerte”, respondía Zabi, que tan pronto vestía una burka (la famosa prenda afgana que cubre totalmente la fisonomía femenina, pero que se considera delito que la vista un hombre) como unos pantalones ajustados…
Lo que entonces no contó Zabi al periodista es que también tenía una esposa y dos hijos pequeños. A ellos enviaron sus asesinos el cuerpo descuartizado de Zabi. Unos asesinos bien conocidos: se trata de una familia de carniceros del distrito de Chaharasyab, en la provincia de Kabul, que la contrataron para bailar en una boda. Después la asesinaron y la descuartizaron con los cuchillos de la carnicería. Nadie ha respondido por su muerte en un país en el que la policía nunca mueve un dedo por este tipo de crímenes, y donde el asesinato de personas LGTB se considera prácticamente un acto de justicia.
“¿Quieres que añada algo más en el reportaje?”, preguntaba el periodista a Zabi en 2009. “Sí. Que alguien me saque de este país”, respondía.