Sentimientos de Identidad por Kim Pérez
Todo ser humano necesita pertenecer a un grupo; eso permite sentimientos de seguridad y de afirmación de sí mismo. Tener conciencia del grupo al que se pertenece es la identidad.
Es decir, no es exactamente qué se es, como si hubiera que revisarse con cuidado siguiendo varias listas de cualidades establecidas de antemano, sino simplemente con quiénes me gusta estar, entre quiénes estoy más a gusto, con quiénes me reconozco... (que, en mi caso no es exactamente con las mujeres, sino con las trans)
Casi todos saben que pertenecen a un grupo que no les da problemas; por eso, las identidades de la mayoría de las personas son naturales y nada conflictivas, pero también casi automáticas e inconscientes.
Las personas trans, en cambio, somos especialistas en identidad, porque nuestra pertenencia de grupo, en un área tan básica como el género, es conflictiva. Eso nos hace particularmente conscientes de nuestra identidad de género, de sus razones y sus matices, pero no quiere decir que seamos conscientes del todo de las implicaciones de este hecho. Yo llevo cincuenta y nueve años de disforia de género y estoy empezando a comprenderlo. Pero quizá este escrito pueda servir para que otras personas disfóricas lo comprendan antes y organicen su vida en consecuencia.
Empecemos por asentar que la identidad de género es quizá la primera y más básica entre la multitud de identidades que puede tener una persona, que puede sentirse vinculada o no a determinados grupos: hay identidades religiosas, filosóficas, políticas, profesionales, de clase, nacionales, urbanas, deportivas, de tribus urbanas, sexuales...
Esto no quiere decir que todas las personas tengamos que tener una identidad en todos estos campos, sino que cada cual puede encontrar sus sentimientos de pertenencia más operativos en uno o varios de ellos. Es verdad que casi todos tenemos una identidad de género o de orientación sexual, pero después de ella, la identidad más fuerte y operativa puede estar en sentirse seguidor del Barça o vasco o violinista o granadino o rockero o católico o comunista o aristócrata o varias de estas cosas a la vez o unas sí y otras no, y de hecho cada persona construye su vida en función del grupo con el que más se identifica.
(Cuando se tienen varias de estas identidades, es decir cuando se pertenece a grupos muy diferentes, es posible que en cada uno de ellos se desconozca y hasta sorprenda o no guste la afinidad de la persona por otro)
Ahora voy a hacer una precisión que me parece original en una de sus partes: la identidad de género se construye en relación con el padre o la madre, como se sabe, pero también con los compañeros de la niñez.
Cuando la relación con el padre y los compañeros del mismo sexo es agradable, se forma una homoafectividad o identificación que permite sentirse varón o mujer sin problemas.
Cuando hay dificultades en estas relaciones (porque en realidad hay dos clases en ellas), y estas dificultades son graves y no permiten sentirse perteneciente al sexo de origen, se forma una disforia.
Las dificultades pueden venir de la ausencia o distancia física o afectiva del padre, de la incompatibilidad de caracteres con los niños o niñas con los que de hecho se convive (los que te han tocado como compañeros de calle o de colegio) y para hacer incompatible suele ser fundamental la hipoandrogenia en los niños (la dulzura, la pasividad, la timidez) y la hiperandrogenia en las niñas (la hiperactividad, la deportividad), el rechazo que se puede sentir por parte de los otros o que se puede sentir por dentro hacia ellos...
La respuesta puede ser una identificación rápida y automática con el otro sexo, o bien un vagabundeo sin identidad definida hasta que se elige el otro sexo como referencia.
En el primer caso, desde muy temprano la persona disfórica ha encontrado un grupo al que pertenecer, que quizá la ha aceptado bien desde la niñez, y por tanto construye su identidad de género dentro de ese grupo. Esto puede pasar en niños que han encontrado un sitio entre la niñas desde siempre, o en niñas cuya eficacia en los deportes, por ejemplo, les ha hecho ser aceptadas y respetadas desde siempre por los niños.
Pero en ambos casos, el paso de una identidad de género coherente con su realidad social y sexual a una identidad de género discrepante, algo tan fuerte y radical, sólo se explica por un trauma previo que cause la disforia. Traumas que hay que entender en el cuadro de los sentimientos y las necesidades infantiles (En una amiga mía fue el síndrome, en su niñez, del "príncipe destronado", por la llegada de otra hermana)
En este caso, puede ser también que la persona disfórica encuentre su grupo de pertenencia, su identidad, su homoafectividad, en el nuevo al que se ha adscrito. Esto genera una transexualidad muy fuerte y nada conflictiva, basada en los recuerdos y sentimientos de prácticamente toda una vida.
En el caso de los vagabundos de la identidad, los que han pretendido sumarse a un grupo sin conseguirlo, ni tampoco a otro alternativo, pueden quedar toda la vida ansiosos de identidad. Como ése es mi caso, contaré que me pregunto por qué me atraen tanto los homosexuales si yo no soy homosexual ni podría haber mantenido su clase de vida sexual. Mi respuesta es que me siento próxima a las experiencias de su infancia, como niños que se han sentido sexualmente diferentes, más o menos acosados, y que luego, como adultos, pueden ser más sensibles, más abiertos a la estética, menos ásperos y agresivos, más interesantes para la conversación... En una palabra, tengo sentimientos homoafectivos hacia ellos, me siento dentro de su mismo carro, me alegra y me enorgullece saber que soy aceptada y tengo un sitio dentro de su ambiente.
Por otra parte, es notable que las identidades se refuerzan por la hostilidad ajena, como una especie de reflejo defensivo. Yo no me he sentido más transexual que cuando empecé a salir del armario, sintiendo por todas partes el desafío que eso me suponía y el orgullo de saber que estaba fuera y en compañía de la amiga a la que antes me he referido. Recuerdo como glorioso nuestro paso por el pasillo central de un tren, con todos los ojos clavados en nosotras. Yo iba por cierto con ropa masculina todavía, pero suponía que sólo el hecho de ir con mi amiga me situaba en el mismo lado, y es me enorgullecía profundamente.
Mis sentimientos de alegría y de orgullo luego en Madrid, con otra amiga, que trabajaba en la prostitución, eran sentimientos de grupo, de saber que éramos acosadas y humilladas en cuanto salíamos a la calle, y que sin embargo salíamos con la cabeza alta y con gracia. De nuevo la homoafectividad se desbordaba en mí, hasta el punto de no imaginar que pudiera vivir sin compañía de transexuales.
Paradójicamente, la normalidad que fuimos consiguiendo con los años, el saber que no era heroico ya, sino rutinario bajar a la calle, ir en autobús o trabajar, fue diluyendo ese sentimiento de grupo y metiéndome en mi vida individual o dando primacía en mi dedicación y mis sentimientos a otras identidades, históricas o políticas.
Quizá por eso, las trans realizadas tendemos a aislarnos en nuestras vidas personales en la medida en que son posibles y ya no difíciles. Cada cual se dedica a su trabajo y vive por su cuenta. Hay cierta melancolía en ese aislamiento. Pero tampoco hay que añorar los años heroicos o terribles.
Sin embargo, los sentimientos homoafectivos, que son también de afirmación de sí frente a la negación ajena, son tan bellos, que hay que preguntarse dónde encontrarlos.
Yo los encuentro pensando en aquel muchachito que fui, triste y delicado, y en quienes pudieron ser como yo. Ése es el grupo al que pertenezco.