El 4 de enero de 2020 a las 9:56 de la mañana, sonó mi teléfono. Era mi padre: 'Te llamo por esto de la homosexualidad'.
Por JAKE MCPHERSON
Tengo un recuerdo grabado a fuego en mi memoria.
Son los años 70 y soy adolescente. Estamos mis padres y yo en el salón viendo la tele, ellos en sus sillones reclinables y yo en el sofá. Barbara Walters está entrevistando a Anita Bryant, una famosa activista contra la homosexualidad.
Walters le pregunta a Bryant qué haría si su hijo fuera gay. Su respuesta es inmediata y tajante: lo repudiaría y lo desheredaría.
No recuerdo cómo respondió Walters, pero no debió de creérselo, porque mi padre dijo, refiriéndose a la presentadora: “No lo pilla, eh...”.
Yo sí que lo pillé: mis padres le darían la espalda a su hijo si fuera gay. Me darían la espalda a mí si fuera gay. Así pues, procuré esconderme bien dentro del armario y no contarle a nadie mi secreto.
Mi familia iba a una parroquia cristiana fundamentalista donde pregonaban que Dios ama a todo el mundo, salvo a gays, lesbianas, bisexuales, transexuales, drag queens, musulmanes, ateos, etc. Esas personas no merecían la salvación. Yo no merecía el amor de Dios.
Cuando acabé el instituto, seguía bien escondido en el armario y ahí tuve que seguir cuando me admitieron en una universidad cristiana fundamentalista. El armario de aquella universidad era muy grande y éramos muchos los alumnos que nos escondíamos dentro. Ahora lo sé porque, echando la vista atrás, recuerdo que muchos jóvenes se me insinuaron. Por entonces, estaba tan asustado que, sinceramente, no me enteraba de nada. A día de hoy, solo puedo sonreír por mi inocencia. De todos modos, si hubiera cazado al vuelo las indirectas, tampoco sé qué habría hecho.
Un vicio que adquirí en la universidad fue beber. Me encantaba. Estaba convencido de que se me veía muy sofisticado al sostener una copa de licor, pero lo más importante es que el alcohol me ayudaba a ahogar las preocupaciones que acarreaba mi homosexualidad, al menos temporalmente. Encontraba cierta serenidad, o eso pensaba, durante un rato, y era una sensación maravillosa. En realidad, el alcohol solo me ayudaba a seguir reprimiendo mi sexualidad, era una nueva forma de esconderme del mundo y convencerme de que nadie podría ver quién era realmente.
Me di cuenta de que el vicio de beber me estaba matando. Me estaba matando a mí mismo. Me sentía tan bajo de ánimos que deseé morirme. No podía más y me di cuenta de que, de un modo u otro, tenía que acabar esta farsa. Así pues, en 1998, cuando tenía 35 años, le conté la verdad a mi esposa.
Mi esposa reaccionó con cariño y me dijo que me encontrara a mí mismo. Todavía no se lo dije a mis hijos, ya que todavía eran muy pequeños.
En 1999, me uní a Alcohólicos Anónimos y empecé el gran reto de hacer limpieza en mi turbia vida. Gracias a la esperanza y el apoyo que encontré en esas reuniones, por fin empecé a aceptar quién era yo realmente. Incluso aprendí a reírme de mí mismo. ¡Era gay y siempre lo había sido! ¿A quién había tratado de engañar realmente? Bueno, sí que había engañado a mucha gente, yo incluido, pero fue increíble dejarde gastar toda mi energía en mantener esa fachada. Gracias a Alcohólicos Anónimos también nació mi alter ego drag queen, Miss Constance Havoc. Y entonces, en el año 2000, mi esposa y yo nos divorciamos, algo necesario pero aún doloroso para ambos.
En 2001, llamé a mi madre y salí del armario. Estaba horrorizada. No dijo ni una palabra de cómo iba a afectar a mi relación con ella y con mi padre, pero notaba que estaba muy decepcionada. Nunca le pregunté directamente si se lo había dicho a mi padre. Durante los últimos 19 años, no se me ha pasado por la cabeza que mi padre supiera que soy gay. Seguimos hablando por teléfono todas las semanas, pero me callaba todas las citas que estaba teniendo con hombres. Pensaba que así mantenía la paz con él.
Hace dos años, mi sobrina le regaló un iPhone a mi padre. Le hacía mucha ilusión aprender a utilizarlo para recibir fotos de sus nietos. A partir de ese momento, fue solo cuestión de tiempo que se hiciera una cuenta de Facebook y descubriera mi perfil, en el que me muestro orgullosamente como un hombre gay.
El 4 de enero de 2020 a las 9:56 de la mañana, sonó mi teléfono. Era mi padre: “Te llamo por esto de la homosexualidad. Tu madre y yo no lo podemos tolerar. No vuelvas a contactar con nosotros nunca más”.
Mi corazón latía más fuerte de lo que creía posible. Se me nubló la vista. Me sentí físicamente agredido. Tras un silencio, mi padre dijo: ”¿Ha quedado claro?”. Le dije que sí y colgué.
Ahí estaba yo, repudiado por mi padre a mis 56 años por ser gay.
Una de mis hijas, que había venido a visitarme, se echó a llorar cuando le conté la llamada y empezó a preguntarse cómo le iba a afectar eso en su relación con sus abuelos. Le envié un mensaje a mi otros hijos, a mi psicólogo, a mi psiquiatra y a varias personas más. Me ofrecieron su apoyo de inmediato. Mi hijo estaba tan anonadado que le tuve que narrar varias veces lo sucedido. Mi otra hija también estaba disgustada con su abuelo y me dijo varias veces que me quería. Todos a quienes se lo conté se quedaron cuadros y me aseguraron que ellos no me iban a abandonar. Quisieron hacerme saber que, pese al rechazo de mis padres, ellos me querían incondicionalmente.
Como salí del armario siendo ya un hombre de mediana edad, no tuve que afrontar las dificultades que sufren muchas personas de la comunidad LGTBQ de pequeños. Que mis padres me repudiaran fue un mazazo insoportable. Me sentí como si me hubieran dado un derechazo en la cara y besara la lona.
Durante las semanas siguientes, tuve pesadillas con mi padre. Me tomé unos días libres del trabajo. Aumenté las sesiones de terapia con mi psicólogo a una vez a la semana y una vez al mes con mi psiquiatra. Cuando conté en Alcohólicos Anónimos lo que me había pasado, todos me apoyaron.
A finales de abril, dejé de tener pesadillas. Tuve un puñado de citas para conocer a varios hombres con los que había estado hablando durante el confinamiento. Ahora trabajo desde casa y el cambio me ha sentado bien. Trabajo a mi ritmo. Parece que mi vida se ha estabilizado en estos meses.
Pero, claro, no todo ha sido positivo. Un día, mi hija de 24 años me llamó llorando para preguntarme si yo sería capaz de repudiarla. Me preguntó seriamente si había algo que pudiera hacer ella que me hiciera dejar de quererla. Entonces, me eché a llorar yo y le aseguré que mi amor por ella es y siempre será incondicional. No sé si seré capaz de perdonar algún día a mis padres por el trauma que les han causado a mis hijos.
Hace poco hablamos un viejo amigo y yo sobre lo ridículo que es que un hombre de 90 años repudie a su hijo de 56. Cada vez estoy menos dolido y más me doy cuenta de lo ridículo que fue lo que hizo mi padre. Soy un hombre fuerte e independiente. Tengo una vida plena. Por fin puedo ser quien soy. ¿Qué se piensa mi padre que ha conseguido?
Y, entonces, hace unas pocas semanas, sucedió algo maravilloso.
Mi madre, que sufre demencia senil, me envió una postal de cumpleaños. Era evidente que mi padre no había tenido nada que ver. Dentro de la postal, había escrito: “Te queremos”. Nada más. Ningún rencor. Y, lo que resulta aún más sorprendente: por primera vez en mi vida, me había dicho que me quería porque sí, sin motivo. A causa de su demencia, su parte de cristiana fundamentalista juzgona estaba desapareciendo y se está convirtiendo, a sus 89 años, en la madre cariñosa que nunca tuve.
Por desgracia, no puedo contactar con ella. Mi padre confiscaría cualquier cosa que le enviara por correo y siempre es él quien coge el teléfono, pero voy a guardar esta postal como un recordatorio de que, en algún rincón de su interior, me quiere. Nunca es tarde para dar y recibir amor siendo tal y como eres.
Después de todo por lo que hemos pasado, me lo tomo como un regalo. Y creo que lo voy a aceptar.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.
Fuente: https://www.huffingtonpost.es/entry/...A2CNIXe7SWAl4k