Familia. Cuando le habló, dijo primero que era bisexual. No se sentía así pero le parecía más fácil que decir lesbianismo. Foto: Ariel Grinberg.
Primer día de clases, primer año del secundario. Un compañero empezó a gritarme sin motivo “lesbiana de mierda”. Me lo decía una y otra vez; yo no podía creerlo. Ante la ausencia de una reacción de mi parte, otros también se sumaron y comenzaron a arrojarme papeles. Había imaginado que algo así podía llegar a suceder; en el pasado, la vida ya me había enviado algunas señales. El género que me tocó fue el femenino y, en consecuencia, el mundo anhelaba ver en mí una niña hecha y derecha. Con ese objetivo en mente, desde pequeña mis padres se esmeraron por mantener mi cabello siempre largo y terso y me pertrecharon de abundantes vestidos –invariablemente rosas–, moños, polleras, muñecas y demás artículos de “princesa”. Ambos cumplieron con creces su parte del contrato social. El problema era que yo no tenía interés alguno en cumplir con la mía.
No siempre la juventud es menos prejuiciosa
Soy lesbiana desde que tengo memoria. Jamás me llamaron la atención mis compañeros varones cuando era chica y siempre aborrecí la ropa estereotípicamente femenina con la que me vestían. Me acuerdo de lo mal que la pasaba cuando tenía que ponerme los vestidos, no me sentía “yo” al usarlos. Acaso lo más doloroso era saber que en cada uno de aquellos regalos se reflejaban las ganas de mis papás de tener a su princesa, lo cual me entristecía y me llevó a dilatar el momento de decirles la verdad tanto como me fuera posible. Sin embargo, llegó el día en que reprimir lo que sucedía en mi interior se volvió insoportable y a mis doce años le pedí a mi papá que me llevara a cortar el pelo, a lo que él accedió. Ingresé a la peluquería con el cabello largo, rubio y con un flequillo divino y salí con un “corte de pelo de nene”, aunque soy de las que piensan que el corte de pelo no tiene género.
Con mi nueva apariencia, mi “salida del closet” no se hizo esperar demasiado. Primero hablé con mi papá, con quien toda la vida fuimos muy compinches, y luego con mi mamá, a quien yo creía que enterarse iba a dolerle más que a él. Para suavizar la primicia, me declaré bisexual –lo cual era mentira, porque era súper lesbiana– y si bien las palabras me resultaron elusivas en ambas ocasiones, me asombré al descubrir que mis padres no requerían explicación alguna. “¿Vos pensás que no me di cuenta?”, me dijo mi mamá, “Está todo bien”. Mi viejo –que también aceptó democráticamente la noticia– me advirtió que tuviese cuidado; que el mundo era un lugar lleno de prejuicios y que me iban a discriminar, a lastimar y a condenar por ser diferente.
Hoy en día reconozco que “el gordo” (mi papá) tenía toda la razón, pero en ese momento descreí por completo de sus consejos y lo tildé de exagerado. Con el diario del lunes, estoy segura de que todo hubiese sido más fácil para mí si ellos hubieran motivado aquella conversación. Más allá del camino, el haber logrado comunicarles mi realidad fue un alivio enorme, entre otras cosas porque pude quedarme tranquila de que ninguno de los dos planeaba echarme de casa por ser lesbiana.
El secundario lo empecé en el Instituto Nuestra Señora del Huerto, dado que el colegio del que había egresado el año anterior era únicamente de educación primaria. Se trataba de una escuela católica, pero mi primer día fue un verdadero infierno. Tan así fue que el haberme visto obligada a asistir a clase con pollera pasó velozmente a un segundo plano. Daba por descontado que algo iban a decirme por la forma en la que me veía –sin ir más lejos, hoy en día entro al baño de mujeres en un bar y me miran mal–. Más temprano que tarde llegó el episodio de “lesbiana de mierda” que conté al inicio. En medio de aquella agresión, me contuve, porque tenía decidido que no iba a generar problemas tan pronto y tampoco observé en la docente que daba clase demasiado interés por hacer algo al respecto.
No pasó mucho tiempo para que me diese cuenta de que los ataques no iban a mermar, así que decidí empezar a devolver los insultos y hasta algún que otro golpe, eventualmente. Era tal la periodicidad con la que esto sucedía que hoy me llama la atención no ser capaz de recordar casi ninguna de las cosas que me decían; supongo que en algún momento dejé de registrarlas para evitar que me afectaran.
Por suerte, con el correr de las semanas conseguí hacerme amiga de algunos de los varones del curso quienes comenzaron a salir en mi defensa cuando había algún problema. Junto a ellos, navegar por la tormenta se me hizo un poco más llevadero.
Pero la lucha no sólo la tenía en el ámbito escolar. Por aquel entonces comencé a forjar una “amistad” con una compañera de otro curso que también era lesbiana y con quien, con el correr de los meses, nos fuimos enamorando. El problema sobrevino cuando comprendí que, si bien mis viejos se habían manifestado comprensivos al enterarse de mi orientación sexual, lo habían hecho principalmente para que yo me sintiese apoyada.
A las claras, del dicho al hecho había un largo trecho y, aun cuando lo aceptaban, no estaban completamente de acuerdo con mi homosexualidad. En esa tónica, me enteré de que no tenía permitido llevar a mi novia a mi casa, e incluso escuché de boca de mi viejo al ver una foto mía con ella que “esas conductas las dejara de la puerta para afuera”. Recuerdo aquellos días con mucho dolor. Incluso cuando daría mi vida sin dudarlo por mi papá, el haberme sentido segregada por mi propia familia fue algo horrible y hasta me hizo pensar en alejarme de ellos si no lograban respetarme. Por suerte nunca me di por vencida –y mi familia tampoco– y luego de innumerables charlas y de un proceso largo, esos planteos fueron dejando de existir.
Mi vida estudiantil terminó por desmadrarse una mañana en la que, por el sólo hecho de haber querido evitar una pelea entre las “populares” del curso y una amiga mía, terminé linchada por las primeras. Todo sucedió frente a los ojos de una monja y de mi profesora, quienes hicieron caso omiso a lo que ocurría, casi como si yo me lo mereciera.
Sin ir más lejos, la Hermana que observaba la golpiza que me propinaban me había dicho un mes atrás que “iba a arder en el infierno por ser lesbiana”. Terminada la secuencia, mis amigos dieron aviso a mi viejo, que en menos de cinco minutos estaba en el colegio hecho una tromba. La conclusión arribada por la psicóloga de la institución fue insólita: “estos son temas de chicos, vos no podés llamar a tu papá, tenés que bancártelo sola”. La decisión de la escuela fue echarme porque les parecía “peligrosa” mi presencia dadas las agresiones de todo tipo que había recibido.
Volví a empezar al año siguiente el primer año del secundario en el Instituto Saint Jean, aparentemente más abierto y contenedor que el anterior. En ese colegio me permitieron cursar con pantalón largo en lugar de pollera, lo cual representó una victoria, y además contaba con un “taller de diversidad sexual” en el cual comencé a participar.
Pero no todo lo que brilla es oro. Una vez más, los comentarios comenzaron a hacerse presentes en el aula y en los pasillos. Sin embargo, en aquella ocasión yo tenía definida una nueva estrategia para hacerles frente. Desde el día uno, dejé de actuar como si no escuchara las cargadas y me volví combativa, incluso contra mis maestros y preceptores. Me dejé cegar por el rencor y, de alguna manera, adopté una actitud de “bravucona” en contra de los “chicos cancheros” del curso.
En ese marco conocí a mi mejor amigo, Brian, que se convirtió en mi compañero de fechorías. Pero combatir fuego contra fuego eventualmente generó una gran hoguera de la cual decidimos escapar antes de que las trifulcas, amenazas y peleas a puño cerrado escalasen hasta un punto del que no fuéramos capaces de retornar.
El tiempo transcurrió y me esforcé por ganarme el respeto de los demás de maneras alternativas. Junto con Brian formábamos parte de un pequeño grupo de amigos. En esa época, él se transformó en mi bastión contra los ataques que aún continuaba recibiendo en la escuela y nos volvimos muy unidos. Fue por eso que mi cabeza se hizo añicos cuando, de un momento a otro, él falleció como consecuencia de una enfermedad. Todo fue precipitado; recibí la noticia durante mis vacaciones en San Clemente y volví de urgencia para el velatorio. Sin dudarlo, fue el día más triste de mi vida.
Me quedaba sin mi mejor amigo y sola, porque, sin él, mi grupo del colegio se desintegró instantáneamente y el día a día volvió a ser un calvario. La vida había perdido todo sentido para mí. Caí en una depresión muy profunda, hasta el punto de contemplar la posibilidad de suicidarme. Por la situación me vi forzada a abandonar el colegio y necesité más de un año de asistencia psicológica y psiquiátrica para poder restablecerme.
En ese período debí pasar mucho tiempo dentro de casa y comencé a hacer amigos a través de las redes sociales y a subir contenido a Youtube con algunos de ellos. Para mi sorpresa, los videos –de temática bastante ecléctica– generaron gran repercusión y obtuvimos popularidad. A través de Internet, más de setenta mil personas me hacían llegar su cariño y sentí mi canal como un segundo refugio en el mundo (el primero era mi familia). Y casi sin darme cuenta, un buen día noté que ya no me sentía deprimida y decidí intentar nuevamente regresar al colegio.
Mi reincorporación se dio en el Instituto Esba, donde comencé tercer año. Mi nueva faceta de influencer me proveyó de aceptación inmediata. Finalmente, el futuro parecía prometedor, pero con el correr de los meses, mi nuevo grupo de “amigos” comenzó a demostrar actitudes con las que yo no estaba de acuerdo. El principal motivo de mi ruptura con ellos fue la defensa de una compañera con la que se habían ensañado por ser bisexual. Al haber padecido en carne propia su situación, me sentí muy lastimada por el comportamiento que estaban teniendo y les pedí que la dejaran en paz.
Así fue que me gané su odio. Por tercera vez, descendí al inframundo. En esta ocasión, la violencia escaló hasta tal punto en que comencé a recibir amenazas de todo tipo y a sentir verdadera preocupación por lo que me podían llegar a hacer. En resumidas cuentas, después de haber sido increpada con lo que yo adiviné eran armas blancas, radicamos una denuncia con mi papá en la comisaría. Mis compañeros terminaron al borde del reformatorio, del cual sólo se salvaron porque sentí pena por uno de ellos –ya que pensé que un antecedente judicial iba a condenar con seguridad su futuro laboral– y le pedí a mi viejo que dejásemos las cosas como estaban.
Aunque me había convertido en la heroína de la clase, porque fue gracias a mi denuncia que los bravucones del curso dejaron de acosar al resto de mis compañeros, ya no pude volver a sentirme cómoda dentro del colegio. Una vez más, la consecuencia de haber nacido lesbiana fue la de no poder cursar el secundario en paz. Finalizado el ciclo lectivo, decidí irme de la institución. Aún me debo terminar el secundario; creo que por mi edad ya no me molestarán más.
Pese a todas las turbulencias que me tocaron atravesar, estoy agradecida por la vida que tengo. Hoy soy una persona muy feliz que trabaja, con amigos y sueños para el futuro. No fue fácil, sino más bien un proceso largo y doloroso, pero estoy orgullosa de mis logros y de la persona en la que me he convertido. Si les toca ser como yo; si les toca ser diferentes, nunca intenten ocultar su identidad; sepan que van a pasarla mal y que la felicidad plena puede tardar años en llegar. Pero tengan la certeza de que el cielo, incluso en la peor de las tormentas, en algún momento escampa.
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Micaela Selser nació el 31 de marzo del 2000. Actualmente vive con sus padres y con su hermano mayor. Desde siempre le gustaron las artes marciales, eso la llevó a practicar Choi Kwang-Do, boxeo y artes marciales mixtas, disciplina en la que continúa entrenándose al día de hoy. Viajar representa uno de sus más grandes placeres y es el principal destino de sus ahorros. En lo laboral, esta joven “influencer” con más de 75000 seguidores en Instagram se ha desempeñado como “community manager” de distintos negocios y tiene como proyectos futuros retomar su actividad en Youtube y terminar el secundario a través de una cursada intensiva de un año de duración. Siente que es una deuda pendiente que le dejó la discriminación y que es hora de cerrar.
Fuente:https://www.clarin.com/sociedad/mund...BJXNoPx_Q.html