Ilustración de hombres compartiendo conversación en una sauna en 1917.George Wesley Bellows (coloreado de Blanca López)
Existen desde hace décadas en las grandes ciudades estadounidenses y uno acaba de abrir sus puertas en Madrid. Sus creadores los describen como lugares donde no se busca sexo, sino una conexión física y espiritual entre hombres, también heterosexuales, que las normas sociales se empeñan en derribar
Guillermo Alonso
Paul Rosenberg es un hombre gay en la cincuentena, una criatura curiosa, producto de los años setenta en un barrio multicultural a las afueras de Chicago. Cuando tenía poco más de 20 años dio por primera vez con un jack off club, literalmente un club de pajas. El concepto aparecía en un relato de la revista erótica gay Honcho. En 1990 descubrió Chicago Jacks, su primer club real de este tipo. Durante un año asistió a todos los eventos. En ellos, hombres adultos de todos los rangos de edad se reunían para masturbarse, o bien en solitario o bien mutuamente. Sin alcohol, sin drogas, sin búsquedas infructuosas, sin juegos de poder, sin negociaciones de quién sería activo o pasivo, sin miedo al sida. Poco después se echó un novio (hoy su marido) y se alejó del club.
Pasaron diez años de vida monógama y Paul quiso volver, tras pactarlo con su pareja, a aquellas experiencias. Como se habían mudado a Seattle y allí no había un club de masturbación para hombres como el de Chicago, decidió crearlo él. Lo llamó Rain City Jacks. Según datos recogidos por la web especializada en esta práctica The Bator Blog (bators es el nombre que reciben en inglés los masturbators, hombres que disfrutan de la masturbación en grupo), hay en Estados Unidos 18 clubes de este tipo, dos en Australia, dos en Canadá y uno en Reino Unido. En Madrid, un hombre llamado Nacho G., de 43 años, acaba de crear otro.
El nombre del club de Madrid es menos poético que el de Seattle. Se llama Pajas Entre Colegas. El proyecto lleva años en pie, pero cuando los domicilios particulares se quedaron pequeños para las reuniones Nacho encontró en Alcorcón un antiguo bar de copas de unos 100 metros cuadrados con un aforo para 70 personas. Las paredes están decoradas con grafitis, tiene dos aseos, burros para la ropa, taquillas de seguridad para los objetos de valor, sillones amplios y dos pantallas gigantes que emiten, exclusivamente, vídeos de hombres masturbándose. Hay música, habitualmente jazz suave, e iluminación tenue e indirecta. “Por lo general, cuando algún miembro termina, no se suele ir”, explica Nacho. “Se queda para repetir tantas veces como quiera o pueda durante las tres horas que dura cada evento. Entre orgasmo y orgasmo siempre se charla, como si fuésemos viejos amigos, sin malos rollos. Sin vergüenza”.
La vergüenza es la clave que los discursos de Nacho G. y de Paul Rosenberg intentan derribar. El contacto físico entre hombres, si son heterosexuales, sigue siendo un tabú. Pajillero es un término despectivo para definir a un hombre raro, poco agraciado o socialmente inadaptado. La masturbación aún es calificada por la Iglesia como “un acto intrínseca y gravemente desordenado”, mientras el presidente de la Asociación Mundial para la Salud Sexual confirma que hay más masturbación y menos sexo entre parejas que nunca. No se trata solo de la pandemia: el sexo entre jóvenes es una tendencia a la baja desde mediados de la década pasada debido a que cada vez se independizan más tarde y, entre adultos, el desarrollo de la tecnología y las comunicaciones han hecho, según explicó un informe de la Universidad Estatal de San Diego compartido por CNN, que un maratón de series sea más apetecible que un coito.
En estas circunstancias, el discurso de Nacho y Paul se vuelve militante y, sorprendentemente, alcanza hechuras más románticas que sexuales. Defienden, ante todo, una realidad horizontal, igualitaria y segura. “No discriminamos a nadie”, explica Nacho. “No evaluamos a los posibles miembros en función de la edad, la raza, el origen étnico, el tipo de cuerpo, el nivel de condición física o la orientación sexual”. Él mismo se encarga de remarcar que lo que se hace en su club no es necesariamente homosexual, pero sí homoerótico. De hecho, parte de la misión de estos clubes es reivindicar lo homoerótico entre hombres heterosexuales. Nacho lo sabe bien, porque él lo es. Simplemente, explica, es también un hombre que disfruta masturbándose con otros hombres.
”La presencia de hombres heterosexuales en estos clubes es un hecho, yo mismo lo soy”, explica. “Muchos hombres que vienen a nuestros eventos están casados o con novia y son felices con sus parejas. A mi juicio lo que buscan es lo que yo llamo la hermandad fálica. Esto no es nada nuevo, es perenne y universal, al igual que la masturbación masculina. El placer al masturbarte es personal y depende de ti, pero también puede conectarte directamente con otros hombres que disfrutan masturbándose. Buscan disfrutar, compartir esos sentimientos con otros hombres. Si lo piensas, es la alternativa de relación abierta ideal para muchas personas con límites claros de intimidad”. Nacho tiene pareja. “La masturbación en grupo no tiene nada que ver con el sexo y así lo ve mi pareja, como colegas que comparten tiempo de ocio”.
La gran mayoría de los miembros del club se definen como homosexuales, pero Nacho afirma que un 30% de los miembros del suyo no lo son. Paul reduce la cifra de heterosexuales en Rain City Jacks al 10%. “Aunque la mayoría de los hombres que practican estas actividades a menudo buscan más, como la felación y los besos, otros persiguen simplemente una nueva forma de conexión masculina. Y otros consideran la masturbación en grupo como una forma de encontrar placer sexual sin engañar a su pareja romántica”, explica Nacho.
“Hay una historia común que escucho a menudo en el club”, aporta Rosenberg, “que es la del matrimonio sin sexo. Hombres casados que consideran que sus mujeres ya no están disponibles para ellos. Buscan intimidad sexual y argumentan que un club de masturbación no es infidelidad, pues no hay penetración ni hay otras mujeres. Acaban encontrando, más allá del desahogo sexual, un inesperado vínculo masculino, una sensación de fraternidad. Siento una enorme admiración por estos hombres heterosexuales que superan la homofobia cultural que los rodea y se abren a la posibilidad de una intimidad con otros hombres que puede incluir sexo. A muchos les he preguntado y me han dicho que no fantasean con otros chicos cuando se masturban ni han buscado nunca sexo con hombres fuera del club. Simplemente son flexibles, valientes y no ven daño ni vergüenza en venir aquí”.
Rosenberg, desde Seattle, aborda en su discurso otra óptica igual de intrigante: explica por qué muchos hombres gais, aunque haya decenas de aplicaciones y plataformas para conseguir compañeros sexuales, prefieren pagar por pertenecer a un club con reglas muy firmes. “Muchos hombres buscan experiencias sexuales sin riesgo, sin los peligros de practicar el cruising (la búsqueda de sexo en lugares públicos por parte de hombres)en cualquiera de sus formas y sin las incómodas negociaciones que conlleva tener sexo por primera vez con otro hombre. Los clubes de masturbación eliminan esos torpes procesos que las opciones fáciles de las apps de ligoteo dejan sin respuesta. No hay necesidad de acordar un momento o un lugar, analizar quién tiene sitio o, sencillamente, si serás compatible con la otra persona. En clubes muy concurridos, como New York Jacks o Rain City Jacks, cuando hay 120 hombres presentes en un evento, las posibilidades de que encuentres a alguien que coincida con tus preferencias son altísimas”
Los precios de la membresía van desde los 20 dólares por un mes a los 235 anuales. El club madrileño ha tomado esas mismas cifras, pero pasadas a euros. Las reglas son muy claras. Un poético no lips under the hips indica que “nada de labios pasadas las caderas”. O sea, nada de sexo oral. Los miembros pueden besarse mientras se masturban o masturbarse mutuamente, eso sí. Otra regla sagrada es nothing goes inside anybody’s anything, o sea, “nada va dentro de nada de nadie”, lo cual deja claro que el sexo anal también está prohibido. Un código de color en las pulseras indica si aceptas que otra persona te toque o si prefieres que no lo haga. Sobre las tarifas, Rosenberg argumenta que “se trata de dar valor a las cosas. Las aplicaciones de ligue también cobran si quieres disfrutar de todas sus funciones. Mi club no es gratuito porque no es de servicio público: somos una comunidad de personas que comparten un interés. No queremos a todo el mundo: queremos a chicos que disfruten con lo que ofrecemos y estén dispuestos a pagar 20 dólares por ello”.
Rosenberg asesoró a Nacho a la hora de formar el club. En la web de Pajas Entre Colegas se pueden ver muchos puntos en común con la de Rain City Jacks, como el código de comportamiento. “Estos grupos no surgieron repentinamente, como se cree, tras la crisis del sida”, explica Nacho G. “Los hombres se han estado reuniendo para masturbarse en grupos, grandes y pequeños, desde mucho antes de que comenzara la historia escrita. Muchos hombres de mi edad tendrán recuerdos de cuando se masturbaban con sus colegas. Ellos sabrán de lo que hablo”.
Lo saben. Consultados por ICON de forma anónima, algunos hombres en la frontera entre treinta y tantos y cuarenta y pocos lo recuerdan vivamente. M., de 42 años, es heterosexual y la suya es la historia de muchos otros chicos que descubren el porno cuando internet no estaba en todos los hogares y a plataformas como PornHub le quedaban décadas para nacer: si un amigo conseguía una cinta pornográfica, había que economizar recursos y aprovechar las circunstancias. “Los colegas del barrio quedábamos mucho para hacernos pajas en comunidad. Primero con alguna revista porno, había una especie de costumbre de pasarnos las revistas de unos y otros y quedar en grupo para asomarnos a las páginas y pelárnosla como monos. Una vez un amigo encontró a su padre un montón de películas porno debajo de la cama y, en el instituto, por las mañanas, iba pronto a su casa a ver aquellas películas horribles dobladas al español. Lo hacíamos los dos en el sofá, uno al lado del otro, sin mucho problema, hasta que alguien nos dijo que eso era de maricones. Desde entonces nos pusimos unos cojines a modo de biombo. Hubo un momento en el que, de repente, nos entró la idea de que vernos los penes unos a otros estaba mal”.
P., de 34 años, es homosexual y su historia es parecida: “Un chico francés acababa de venirse a vivir al pueblo y sus padres tenían muchísimas películas porno. No solían estar en casa, así que nos íbamos a su salón de estar a ver títulos como Sexo en las pirámides 2. Yo aún era bastante joven, así que la gracia del asunto, para mí, estaba en hacer algo secreto que quizá no deberíamos estar haciendo y en cierta idea de competitividad. No por el tamaño, sino por la capacidad de eyacular: los mayores lo hacían, y eso era algo que los distinguía del resto”.
Esta costumbre, claro, desaparece entre generaciones más jóvenes, que no tienen experiencias parecidas. El porno ubicuo y fácilmente accesible ha terminado con esos encuentros, que ya no son necesarios para asomarse a un material adulto y prohibido. Ahora está disponible en cualquier teléfono móvil. “Internet ha fomentado el distanciamento entre las personas de múltiples maneras, y esta es una de ellas”, comenta Rosenberg. Nacho es más optimista: “Creo que aunque la pornografía esté ahora al alcance de cualquiera, en cada rincón del mundo siempre hay una reunión masturbatoria de dos o más hombres”.
Gabriel J. Martín, psicólogo especializado en sexualidad, ve con buenos ojos los clubes de masturbación para hombres. “Para muchos hombres puede ser demasiado abrumador practicar sexo con otro hombre por varias razones. En primer lugar, personas con nosofobia, pánico a infectarse de una ITS (infección de transmisión sexual). En estos locales pueden disfrutar de una experiencia morbosa con una percepción de máximo control sobre los riesgos que ellos asocian al contacto humano. Para hombres que se encuentran en fase muy aguda de esta fobia, este puede ser un recurso genial para que, poco a poco, vayan perdiendo el miedo y un paso previo a atreverse a relacionarse de una forma más estándar. Por otra parte, los hombres que estén en su proceso de aceptación como homosexuales pueden preferir estos espacios donde pueden ir explorando las sensaciones que les provoca estar junto a otro hombre desnudo sin que sientan demasiado comprometida su identidad. Estar ahí les permite responder a preguntas: ¿Qué soy? ¿Qué me gusta? ¿Dónde me siento cómodo?”.
Rosenberg y Nacho apenas tienen preguntas, solo respuestas, siempre entusiastas. “Nuestra condición humana nos lleva a interactuar de cierta manera, pero las condiciones culturales lo impiden”, critica Rosenberg. “Estamos reprimidos, impedidos para compartir el placer de una manera simple y afirmativa. Liberarnos de esos tabúes ha sido una revelación para muchos de nosotros, especialmente porque no necesitamos ser normativamente bellos, dotados o musculosos para compartir el placer”. Nacho G. lo resume así: “Por venir a un club de este tipo nadie te va a quitar la hombría”. Y Rosenberg finaliza apelando a otros sentimientos: “Hay una generosidad auténtica y espontánea en el hecho de hacer que una persona mayor o discapacitada se sienta incluida en esto, por ejemplo. Es alentador y, sobre todo, es hermoso”.
Fuente: https://elpais.com/icon/bienestar/20...NvsGqZi16ObZlE