El cyberarmario
Por: Javier Sàez
El "heterorden" social se mantendrá inalterado o se reforzará aún más en la medida en que los gays y las lesbianas desaparezcan del mapa y se queden a vivir en el ciberarmario, intercambiando mensajes y ligando “en privado”, en secreto, pero en un secreto impuesto desde fuera.
La aparición de internet ha supuesto una serie de cambios en las formas sociales de relacionarse y de comunicarse. Hoy en día, con herramientas como el correo electrónico, el chat o la videoconferecia, es posible intercambiar información, conocer a otras personas que viven en otras ciudades o países, e incluso ligar. Esto también ha afectado a la vida de los gays y las lesbianas. En una sociedad como la actual, donde todavía existe una notable homofobia, la ventana de internet es una salida útil para muchos gays y lesbianas que no pueden llevar una vida normal por vivir en entornos hostiles (pueblos, ciudades pequeñas) ni tienen lugares de encuentro públicos. Los canales de chat, por ejemplo, permiten un nuevo tipo de espacio público virtual (y privado, como veremos) donde por primera vez much@s gays y lesbianas pueden tener conversaciones, ligar, hacer convocatorias colectivas, participar en colectivos, etc, sin el riesgo de sufrir un ataque homófobo del mundo “real”.
Pero internet, que es una metáfora del mundo, tiene los mismos reversos que éste. La comunicación por internet, con la garantía de privacidad y anonimato que proporciona (y que es un derecho fundamental), se convierte en ocasiones en una nueva modalidad de armario. La liberación de los gays y lesbianas pasa, entre otras cosas, por la visibilidad, por la participación en las interacciones sociales “reales” (el ocio, la vida en la calle, las reuniones en lugares públicos, las asociaciones, el ligue, el trabajo), y por el hecho de poder hacerlo sin tener que ocultar que se es gay o lesbiana. El miedo, que es la madera con que se construye nuestro armario, es el mejor arma de la homofobia, y del mantenimiento del régimen de heterosexualidad obligatoria. Nos encontramos así con la situación paradójica de que muchas personas que viven en grandes ciudades (donde el riesgo de salir del armario es mínimo), y que sin embargo se repliegan sobre el mundo virtual, ese ciberarmario protector donde nadie sabe quién eres, ni cómo te llamas, ni qué aspecto tienes.
La privacidad es un arma de doble filo, como la identidad. Por un lado, es imprescindible garantizar el derecho de cada un@ a dicha privacidad, y además es subversivo y lúdico el poder jugar con las identidades virtuales como se hace en un chat o haciendo una página web: puedo ser durante unas horas un hombre y luego una mujer, ser catalán y luego andaluz, cambiar de nombre, de gusto y de discurso, reinventándome a mí mism@ en un juego con la propia identidad. El problema surge cuando el motor de esa apelación a la privacidad es el miedo, la renuncia a entrar en el vínculo social, para quedarse en una red de relaciones virtuales sin cuerpo, sin sexo, sin mirada, y sin riesgo. Ese espacio virtual puede llegar a ser una trampa para cualquier proyecto de liberación de gays y lesbianas. El heterorden social se mantendrá inalterado o se reforzará aún más en la medida en que los gays y las lesbianas desaparezcan del mapa y se queden a vivir en el ciberarmario, intercambiando mensajes y ligando “en privado”, en secreto, pero en un secreto impuesto desde fuera.
Un enorme triunfo de los dispositivos de poder social es precisamente ese proceso de “autoborramiento”, es decir, que colectivos o personas discriminadas acaben asumiendo la represión para acabar ejerciéndola sobre ellos mismos de forma autónoma. En las últimas décadas los gays y las lesbianas hemos conquistado espacios de visibilidad y de libertad, hemos tomado la palabra en público, hemos okupado casas, ondas y periódicos, much@s vivimos nuestra vida fuera del armario, lo cual a su vez cambia la percepción social de la homosexualidad.
La participación en la vida social es en sí mismo un acto político, un acto de transformación. Todavía no hemos visto que una página web o un chat consiga que no se cierren los astilleros de Cádiz o las minas de León, que desaparezcan los ataques homófobos y nazis, la tortura en las cárceles, o el maltrato a las mujeres. La promesa de un mundo aislado, seguro, sin contaminación ni contacto con el exterior, es uno de los señuelos de internet. El ciberarmario es virtual, pero sus consecuencias son reales.
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