Es uno de los pocos casos conservados en los Archivos de la Inquisición sobre la persecución de la homosexualidad femenina. El escritor y jurista Mario Garcés repasa la vida de Francisca García, una de las primeras españolas lesbianas reconocidas.
Podría parecer, a tenor del mutismo de las fuentes jurídicas e historiográficas, que durante una gran parte de nuestra historia solo ha existido una homosexualidad: la masculina. Y es un error de apreciación y de naturaleza, por cuanto no se puede negar que las mujeres han disfrutado de su sexo compartido y han padecido los rigores del ostracismo social impuesto por la moral del sexto mandamiento. No en vano, en la Biblia, más allá de los varones sodomitas que habitaban entre Sodoma y Gomorra, solo hay una alusión pasajera a la homosexualidad femenina en una Epístola de San Pablo a los romanos: “... Por eso, Dios los entregó a aprietos sexuales vergonzosos, porque sus hembras cambiaron el uso natural de sí mismas a uno que es contrario a la naturaleza”. Hay, en todo caso, un lugar común entre ambos géneros de homosexualidad, y es que ambos son calificados como “actos contra natura”.
Son dos las razones que se pueden aducir para justificar la preterición de las mujeres en el ámbito de la represión jurídica de la homosexualidad. Por un lado, y es razón de raíz religiosa y hasta demográfica, el residuo seminal que se desperdicia en el seno de las relaciones sexuales entre varones, según el parecer de los hacedores de costumbres y normas, era un intolerable desaprovechamiento en una época en que la procreación era un valor primordial. Las pestes, epidemias y plagas, pero también las mortandades derivadas de las guerras, diezmaban la población inexorablemente, de modo que era incomprensible, según la profilaxis moralista de nuestra historia común, que se pudiese desperdiciar tan valiosa materia prima. Pero hay una segunda razón ligada a la concepción de la mujer tradicionalmente en nuestro Derecho y que hunde sus raíces en la doctrina de la “fragilitas seu imbecillitas sexus”, en función de la cual las mujeres no son dueñas de sus actos a diferencia de los hombres, ya que no ejercen una soberanía volitiva sobre sus conductas. Por esa circunstancia, aun cuando pudieran considerarse desviaciones sexuales en el credo social y moral de nuestra historia, no dejaban de ser inconsistencias voluptuosas y pasionales de quienes, según el mandato moral al uso, eran incapaces de tener un control sobre su voluntad (“imbecillitas sexus”). Alcahuetas, meretrices y brujas, pero no lesbianas. Así fue la visión de nuestro Derecho durante gran parte de nuestra historia.
Era hora
Hay que esperar al siglo XVI para que el jurista-glosador de las Partidas Gregorio López, proyecte semánticamente al género femenino todas las alusiones que la norma había constreñido inicialmente a la homosexualidad masculina. Y no fue un asunto pacífico, pues tuvo que recurrir a argumentos materiales y a argumentos históricos, entre ellos, la reconocida Epístola de San Pablo pero también la Pragmática de los Reyes Católicos de 1497. A diferencia de otras normas precedentes que reservaban el ámbito subjetivo del reproche jurídico de la homosexualidad a los varones, la Pragmática igualaba a hombres y mujeres, por cuanto utilizaba la expresión “cualquier persona”. Igualdad en la pena de muerte en las llamas. Hubo quienes, a pesar de todo, negaron personalidad discerniente a las mujeres y, por ende, restringieron la expresión “personas” al mundo supremacista de los varones, aunque en este caso la negación de la mujer la beneficiaba en los efectos jurídicos derivados de sus relaciones sexuales.
Discriminación positiva en todos sus aspectos
El Derecho moderno prosiguió en la senda del desdén a la hora de regular penas y castigos asociados al lesbianismo, si bien el Santo Oficio, fundamentalmente en Aragón, vino a abocar determinadas causas a su propio fuero, con independencia de si la homosexualidad, masculina o femenina, tenía carácter herético. Son escasísimos los supuestos conservados en los Archivos sobre homosexualidad femenina, y, en cualquier caso, nunca entendidos como una causa inquisitorial independiente sino imbricada en los fenómenos de la alcahuetería y de la hechicería. Quizá uno de los casos más representativos sea el de la rea Francisca García, a quien el Santo Oficio de Valencia, en 1745 y a la edad de 46 años, le instruyó causa por bruja, prostituta y lesbiana. También llamada “La desnarizada” o “La polvorista”, era natural de Valencia y estaba casada con un calesero y torcedor de seda llamado Miguel Pérez.
Durante el proceso que se celebró en 1745, tuvo que hacer frente la rea a ocho testigos de cargo que habían participado directamente en los hechos y a dos testigos “de oídas”. Probablemente, el testimonio más contundente proviene de la voz de María Rosa Moré, quien reconoció haber convivido durante cuatro meses con la procesada en una habitación de la calle de San Miguel, y con la que compartió sortilegios y hechizos. Ambas salieron a buscar sal en Viernes Santo con el brazo descubierto para llevarla a la casa de las valencianas y entremezclarla con otras sustancias de caudal mágico, entre las que se hallaban los fluidos naturales que brotaban de los cuerpos humanos, masculino o femenino. Ofrecían también semen al diablo a través de las llamas de un candil, en un nítido ejemplo de demonolatría, y almacenaban en un arca bolsitas encarnadas donde custodiaban fragmentos de soga de ahorcados y muñecos para ser atravesados con “alfileres de ochabo”. Pero, aparte de lo declarado, Rosa Moré dio testimonio indirecto de las relaciones homosexuales que había tenido la inculpada con una mujer conocida como “Manuela la de Valladolid”: “La rea quería divertirse con ella como si fuese hombre fingiendo miembro según su antojo”.
Con el conjunto de testimonios, los calificadores inquisitoriales concluyeron que había una sospecha patente de pacto diabólico, siendo acusada Francisca de grave herejía por delito de supersticiones. Acabó “La desnarizada” reconociendo haber cometido algunas “fragilidades” sexuales y citó a algunas comadres con las que compartió experiencias carnales. Es evidente que la rea consideraba la relación homosexual como un reproche menor en comparación con el resto de delitos, por lo que no tuvo reparos en declarar, como causa de arrepentimiento, los actos menos lesivos.
Volvemos a vernos
Pero no acaba aquí la peripecia judicial de Francisca García, pues cinco años después reaparece en Madrid procesada nuevamente por el Tribunal Inquisitorial de la Corte. Nada extraño si se considera que era difícil que este tipo de mujeres, estigmatizadas socialmente, pudieran cambiar de medio de vida, por lo que se veían abocadas a continuar ejerciendo su oficio en otras poblaciones. Esta vez fue el testimonio “formal” de una mujer, de nombre Ángela Montero, la que delató las “torpezas” sexuales que compartieron y que hicieron extensivas a otras diez amantes más, la mayoría prostitutas: “Que la declarante, en esta creencia, se ponía una sobre otra, hasta tiene poluciones, y solía decir la rea que tampoco eran pecado, y que lo mismo hacía con otras: que estos actos durarían cuatro años, besándose mutuamente sus partes y metiéndose los dedos”. No era el lesbianismo en sí mismo una conducta que llamara singularmente la atención del Santo Oficio, sino el adoctrinamiento de lo que debía ser o no pecado. Y así fue condenada Francisca García por un delito de proposiciones, no tanto por su condición sexual sino por su contumacia a la hora de declarar en todo momento que el lesbianismo no era pecado. Lo que ocurrió después ya es una incógnita, pues no se vuelve a tener conocimiento alguno de su historia particular. Condenada, al fin y al cabo, por bruja, alcahueta, prostituta, y por lesbiana de convicción. Hace más de doscientos cincuenta años.
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Fuente: https://www.marie-claire.es/planeta-...T51Io5TZ9xEgMk