El estadounidense, que sufrió acoso escolar, tuvo devaneos con el consumo de sustancias, varios intentos de suicidio y un representante extorsionador, supo sobreponerse a los peligros que conlleva convertirse demasiado pronto en una estrella mundial
“Me llamo Greg Louganis. Soy gay y soy seropositivo”. Así se presentaba Gregory Efthimios Louganis (San Diego, Estados Unidos, 1960), el mejor saltador de todos los tiempos, ante los medios y un puñado de estudiantes en 1995. Ocurrió tras la publicación de su libro autobiográfico Breaking the Surface, coescrito junto al ensayista Eric Marcus. En él, el deportista se atrevía a contar su historia siete años después del accidente que sufrió en los Juegos Olímpicos de Seúl donde, por un error de cálculo, se golpeó la cabeza contra el trampolín con la consiguiente hemorragia. Durante esos años, a Louganis le reconcomió la obsesiva sombra de la responsabilidad: cuando se produjo aquel percance él ya había contraído el VIH. Lo sabía y calló. Y, aunque el Comité Olímpico Internacional salió rápidamente al paso exonerándole de cualquier tipo de culpa (tal y como publicó EL PAÍS en 1995), empezó a cuestionarse la ética de su comportamiento.
Este episodio no era sino el penúltimo eslabón de una carrera deportiva que parece haber sido escrita por el más dramático de los guionistas de Hollywood. Aunque quizás el elevado número de deportistas con relato trágico de fondo no sea más que el patente reflejo de que el deporte de élite suele llevar emparentado en muchas ocasiones brutales abusos e inhumanas exigencias. “Desde que trabajé en las autobiografías con Greg y luego con Rudy Galindo, un campeón de patinaje artístico de EE.UU., ya no veo las Olimpiadas o el patinaje artístico de la misma manera", explica el ensayista Eric Marcus. "Sé demasiado sobre las terribles vidas de los atletas de élite. Lo que les hacemos, al menos aquí en EE.UU., llega al nivel de abuso. Lo encuentro espantoso. La mayoría de los deportistas de élite se retiran jóvenes de sus deportes porque sus cuerpos les fallan a una edad temprana. Y entonces se dan cuenta de que prácticamente no están preparados para vivir una vida normal”.
La historia de Louganis tiene todos los ingredientes de deportista que empieza demasiado pronto y se convierte enseguida en una estrella mundial (problemas familiares, acoso escolar, tempranos devaneos con sustancias de todo tipo, intentos de suicidio y representante extorsionador) con un añadido: el de ser homosexual en unos tiempos en los que la homofobia campaba a sus anchas en el mundo del deporte. “Cuando Greg estaba compitiendo no había atletas olímpicos LGTBQI que hubieran salido del armario. Al ser percibido como gay, Greg se convirtió en el blanco de hostilidad abierta por parte de otros saltadores. Una de las cosas que él temía cuando decidió reconocer que era gay y que tenía SIDA era que sus fans le dieran la espalda. Sin embargo, fue justo lo contrario, lo cual fue muy alentador. Pero algunos de los medios de comunicación mostraron cierta histeria por la percepción errónea de que Greg había puesto a los atletas y al personal médico en peligro de exposición al VIH al golpearse la cabeza con el trampolín. De todos modos, conviene recordar que, aunque no en todos los deportes, la situación sigue siendo terrible para los atletas LGBTQ que compiten en la élite”, reconoce a ICON Marcus.
Con nueve meses, Greg fue dado en adopción. Sus padres de ascendencia samoana y sueca solo tenían 15 años y encontraron en el matrimonio de Peter y Frances Louganis, que ya habían adoptado una hija mayor, la familia perfecta para el pequeño. Mientras su madre y su hermana adoptivas siempre fueron para Louganis el mayor de los consuelos, con su distante padre la relación basculaba entre el amor y el odio. Su progenitor solo empezó a interesarse por él cuando fue consciente de que el muchacho tenía un talento fuera de lo común para las acrobacias. Y, como en tantos casos similares, el interés se convirtió en la peor de las pesadillas. Autoritario y exigente, su padre lo puso demasiadas veces al límite. Esa sensación de indefensión se extendería fuera de las dominios del hogar.
El colegio tampoco representaba un lugar más seguro. Por su color de piel, se ganó toda clase de insultos racistas; por su dislexia (que se le diagnosticaría sólo mucho más tarde) lo tacharon de ‘retrasado’ obligándole a imaginar estrategias de escapismo ("en la escuela siempre odié leer delante de otras personas porque cometía muchos errores. Así que me llevaba el libro a casa, memorizaba algunos párrafos y luego me ofrecía voluntario para leer esos párrafos en concreto") y por su afición a las piruetas y a la danza, era reiteradamente calificado de afeminado por los gallitos del instituto. Todas estas trabas llevaron a Louganis a meterse en los procelosos mundos del alcohol y las drogas a una edad muy temprana, llegando incluso a intentar quitarse la vida en más de una ocasión.
Se trata de un deporte en el que la única referencia es un entrenador que ordena y tutela cada minuto de una vida en la que lo único que cuenta es algo que llega a convertirse, como bien puntualiza O’Brien, en la “persecución obsesiva de un sueño”. En alguna ocasión, Louganis confesó viajar siempre con un Speedo en la bolsa porque nunca se sabe cuando surgirá la ocasión de subirse a una tabla a entrenar. “Cuando trabajaba con Greg pensaba en la suerte que tenía de no ser un atleta de élite. Greg y yo tenemos más o menos la misma edad y cuando estábamos escribiendo el libro, yo me encontraba a mitad de mi carrera y con muchas oportunidades por delante. Greg ya estaba retirado y esperaba morir más pronto que tarde. Pero incluso cuando tuvo claro que iba a vivir, se enfrentó a un camino plagado de retos. Lo único para lo que fue entrenado desde una edad temprana no era algo que pudiera seguir haciendo el resto de su vida. Carecía de las habilidades para la vida que la gente normal adquiere cuando crece”, señala Marcus.
Antes del aparatoso accidente de Seúl, la carrera de Louganis ya había protagonizado capítulos truculentos. Desde la muerte del saltador soviético Sergei Chalibashvili de la que Louganis se sintió indirectamente culpable (el soviético se vio obligado a igualar a Louganis realizando un salto de una extrema peligrosidad que, por aquel entonces, solo hacía el norteamericano) a la supuesta ayuda al también saltador soviético Sergei Nemtsanov para que desertara (cosa que a Louganis le valió el apodo de ‘marica comunista’), pasando por la ausencia de patrocinadores por los rumores de su homosexualidad.
Cada año, los cereales Wheaties sacaban cajas especiales con las leyendas del deporte. Por aquel cartón pasaron Edwin Moses, Carl Lewis, Evelyn Ashford y un sinfín más. Todos menos Louganis, que no lo haría hasta 2016. Pero si por algo destacó Louganis es por ser el vivo ejemplo (como Nadia Comaneci) de la perfección. Fue el primero en poner de acuerdo a siete jueces para puntuarle con sendos dieces y el único en atesorar cuatro medallas de oro olímpicas conseguidas en dos Juegos consecutivos (Los Ángeles 1984 y Seúl 1988, en las dos modalidades posibles: trampolín y plataforma). Todo esto a pesar de ser uno de los damnificados del boicot estadounidense a los Juegos de Moscú en 1980 en los que se esperaba que cosechara un oro.
Vergüenza y silencio
Unos meses antes de ir a los Juegos Olímpicos de Seúl, Jim Babbitt, pareja y manager de Louganis, descubre que tiene SIDA. Inmediatamente Louganis se hace las pruebas. Da positivo. No sabe qué hacer. Seúl está a la vuelta de la esquina. Le aconsejan fervientemente que siga entrenado: si él no va a los Juegos, el resto del equipo tampoco podrá hacerlo. Probablemente, el creciente clima de homofobia desatado a raíz de las primeras oleadas de SIDA desaconsejaba hacer pública la enfermedad. Era el año 87 y, según recoge el documental Back on board: Greg Louganis, en aquellos años no era raro ver a policías enguantados para detener a manifestantes gais o leer noticias en las que se decía que uno de cada siete encuestados estaban a favor de tatuar a los afectados por el SIDA.
El único camino posible para el deportista en aquel momento fue callar. Y la única solución para transitar por ese silencioso y pesado camino era un medicamento llamado AZT. Una medicación terriblemente agresiva de la cual se sabía poco pero que consiguió mantener a Louganis en la competición a cambio de no poder dormir más de cuatro horas seguidas. En ese estado físico y mental, se presenta Louganis en Seúl. Y entonces sucedió lo único que no podía, ni debía suceder. En el primer salto Louganis se golpea la cabeza con la tabla. Algo que no deja de revestir peligro si tenemos en cuenta que la velocidad de zambullida puede llegar a ser superior a los 50 kilómetros/hora. Louganis sale de la piscina. Sin confianza y con un charco de hemorragia detrás. Solo puede pensar en su responsabilidad, en aquel médico que le cose sin guantes quirúrgicos y en los rastros de sangre dejados en la piscina y en la cubierta. Aún así, Louganis se enfrenta al que sabía que sería el último salto de su carrera. "Ha terminado", se repetía. Y entonces Louganis se alza una vez más y consigue el salto que le daría su segunda medalla de oro en esos Juegos.
Alegando que los chinos le pisaban los talones, el saltador anuncia su retirada en 1989. Pero lo peor está aún por llegar. Hasta ese momento, Louganis –como tantos otros atletas demasiado enfocados en sus éxitos deportivos, sus marcas, sus entrenamientos y sus competiciones– se había despreocupado de unas cuentas que Babbitt manejaba a su antojo, y que le había estafado grandes cantidades de dinero. Cuando se quiso dar cuenta, Louganis estaba prácticamente en la ruina y sin poder deshacerse del causante de su bancarrota. Babbitt le amenazó con contar toda su historia si le retiraba el papel de manager y administrador. Pero en 1989 Louganis consigue una orden de alejamiento (nada sorprendente si tenemos en cuenta que Babbitt violó a Louganis a punta de cuchillo). El manager murió un año después víctima del VIH.
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Fuente: https://elpais.com/elpais/2020/05/13...box=1589469574