"Además de tener un hogar, es la primera vez que tengo la libertad de ser yo mismo", dice Vinicios. Llegó hace un mes
Fernanda da Silva, hoy transexual de 20 años, tenía apenas siete cuando sus padres cogieron la correa del perro y le dejaron la espalda hecha un cristo. Su madre acababa de volver del trabajo y se la encontró vestida con una de sus faldas y unos tacones, entonces se llamaba Caio y no Fernanda. Después usarían la manguera del jardín, el palo de la escoba, y la última gran paliza, cuando cogieron una pala y la tumbaron a golpes hasta que quedó desmayada en la puerta de casa: "Me salvaron los vecinos cuando me quitaron de encima a mi padre y llamaron a la ambulancia, si no fuera por ellos estaría muerta", relata a Crónica en la casa especial donde ahora vive. A su lado están Vinicios y otros jóvenes que prefieren no dar su nombre.
No superan los 20 años pero llevan una mochila que carga toda una vida. Violaciones. Maltrato físico. Intento de asesinato... No son niños soldado, ni refugiados de una guerra. La batalla diaria la sufrían entre cuatro paredes y como enemigo, su propia familia. Primero les decían que dejaran de caminar tan "raro", que un niño no debe llevar el pantalón tan corto, o el famoso "habla como Dios manda y no con esa voz de pito". En la escuela les insultaban, les meaban encima, o hacían la gracia de colocarles en el cubo de la basura.
Fernanda tenía 13 años largos cuando volvió del hospital de aquella última paliza. Sus padres la echaron de casa con las marcas de la pala y una mano delante y otra detrás: "Después de vagar como un perro durante siete años me considero una superviviente". Así también se define Vinicios de Lima (19), a quien su familia le cerró las puertas dos veces. El pasado mes de febrero fue la definitiva. Con diferentes cicatrices, esta historia es la misma para los otros nueve habitantes de Casa 1 -cuatro mujeres transexuales, una lesbiana, seis gays-, el primer centro de acogida de Brasil que recibe a jóvenes LGTB (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales) expulsados de sus hogares.
Un espacio más que necesario en un país que se mantiene como campeón mundial de crímenes contra minorías sexuales: un asesinato cada 25 horas, 343 muertes en 2016, más de lo que se mata en los trece países de África y Oriente que castigan la homosexualidad con pena de muerte, dice el último informe de Grupo Gay de Bahía (GGB), única ONG que recoge estos datos.
Casa 1 no podía estar mejor ubicada, en el centro de São Paulo, la ciudad que también lidera el primer puesto en violencia contra los LGTB. A las 11.30 de la mañana, Iran Giusti, fundador de este centro, levanta la persiana que da a la calle y nos muestra el pequeño espacio cultural que han montado en la parte de abajo del albergue. A sus 28 años -y una década de militancia LGTB, aclara- fuma un cigarro detrás de otro, envía mails, da órdenes a sus compañeros y al mismo tiempo atiende a esta periodista: "Hubo una época en la que presté el sofá de mi apartamento a jóvenes gays que vivían en la calle porque sus padres les había echado de casa. Me di cuenta de que había muchos en esa situación y quise hacer algo más".
Cuando le despidieron del trabajo tuvo tiempo para pensar la idea y en tres meses la puso en marcha. El pasado mes de octubre montó un crowdfunding con el que consiguió 31.000 euros (6.000 más de los que pedía). En diciembre encontró el espacio y adelantó el primer año de alquiler. Las 11 camas, los sofás, electrodomésticos, televisión, equipo de música, todo fueron donaciones. A lo largo de la entrevista llega un primer chico con una bolsa llena de productos de higiene. Un poco después, aparece otro con unas sillas: "Los vecinos siempre nos traen cosas, están muy contentos con nosotros", dice Giusti.
En enero abrieron sus puertas con la promesa de dar un techo, comida, ayuda para encontrar empleo y apoyo psicológico durante un máximo de tres meses: "La idea es darles herramientas para que puedan independizarse y tener una vida digna, es un lugar temporal". Para entrar deben ser mayores de edad, haber sido expulsados por sus familias, no tener problemas mentales severos (esquizofrenia, psicosis), ni un grado de dependencia química grave. Prohibida la entrada de amigos-parejas. Nada de alcohol, nada de drogas.
El primero en tocar su puerta llegó escapando de un monasterio benedictino al que le habían enviado sus padres para ver si se le quitaba el demonio que tenía dentro: "Este chico sufrió durante años exorcismos semanales hasta que aceptó que le recluyeran. Muchos de los que han pasado por aquí relatan lo mismo", nos aclara Iran. El 70% de las familias que echan a sus hijos de casa son evangélicas; el resto, "simplemente homofóbicas", continúa. El perfil de los habitantes es ecléctico, no hay distinción de raza, clase o edad. Lo que se repiten son los traumas. Sus padres les hacen pasar por una romería de santeros para "curarles". Violencia verbal y física. Otros son encarcelados por sus propias familias cortándoles todo contacto con el exterior. Luego están los que estudian fuera de casa y cuando sus padres se enteran de su homosexualidad les dejan de pagar el alquiler y la universidad. De un día para el otro se encuentran con las maletas en la calle y sin un duro, entonces comienza la segunda pesadilla.
Vinicios después de pasar por una anorexia nerviosa, automutilarse y recibir la única y gran paliza que le propinó su padre cuando le confesó que era gay, salió de casa a la fuerza. Se fue a vivir con un novio que apenas conocía que acabó siendo un torturador: "Me golpeaba, me violaba y me encerró en su casa con llave", lo relata como quien leyera un informe médico.
Fernanda, con sus espaldas anchas, boca carnosa y una delicadeza inesperada, dice que "siempre le pidió a Dios" que su madre estuviera de su lado. No fue así, y llegaron los intentos de suicidio, el ir de novio en novio para formar un hogar, los dos meses que durmió en la calle, y los tres años que vivió con una cincuentona adicta al crack que estuvo a punto de matarla a navajazos: "Mi madre me tiró al mundo como si fuera basura y eso me ha afectado", lo dice como si acabara de darse cuenta. Hace diez días que llegó a Casa 1 y la semana que viene tiene una entrevista de trabajo en una peluquería de perros. Vinicios ya lleva un mes, ahora puede llevar short, pintarse las uñas y dejarse el pelo largo sin la reprobación familiar: "Además de un hogar, es la primera vez que tengo la libertad de ser yo mismo".
Él habló hace dos semanas con su madre: "Me llamó y me dijo que tenía la culpa de todo". Fernanda hace años que no sabe nada de la mujer que la trajo al mundo, a veces espía sus fotos de Facebook. Ambos tienen miedo del futuro, pero dicen que los días que llevan en esta casa les han dado seguridad. Fernanda se pone romántica cuando le preguntan por sus sueños: "Me veo en una casa, con mis cuatros hijos adoptados y cuidando de mi marido. No pido más".
Fuente: http://www.elmundo.es/cronica/2017/0...0658b458a.html