La represión llevó a Juan Soto a pasar 25 años en psiquiátricos y en la cárcel alavesa de Nanclares de la Oca
LUIS LÓPEZ
Varios asistentes al homenaje en la cárcel observan fotos del campo de concentración. / FOTOS: J. ANDRADE
Juan Soto es el único superviviente conocido de los cientos de homosexuales que pasaron por la prisión alavesa de Nanclares de la Oca entre 1940 y 1947, el periodo en el que el centro funcionó como campo de concentración franquista. Ahora tiene 83 años, está plácidamente jubilado y disfruta del cautivador clima canario. Ayer no pudo acudir al homenaje que el Gobierno vasco brindó a los gays y lesbianas represaliados durante el franquismo porque «si voy allí cojo una pulmonía que no veas. Yo siempre he sido muy frágil, mi madre me decía que había nacido para señorito. Pero, aun así, hice cosas muy fuertes», avanza. Y comienza a contar en tono enérgico una historia de violencia, prostitución, suicidios, robos y violaciones. La historia de su vida.
'La Catalina', o 'Katy', como sería conocido durante su reclusión en Nanclares, nació en Haro en 1925. Su padre era un reconocido comunista así que «cuando tenía cinco años, durante la dictadura de Primo de Rivera, nos exiliamos en Francia». Allí su madre recibió el disgusto de su vida. «Los profesores le llamaron para decirle que tenía 'tendencias', pero que igual con el tiempo se me pasaba». Con la República la familia regresó a España y poco después les sorprendió la Guerra Civil. Tenía 11 años cuando le violó un soldado italiano. «La culpa fue mía, porque siempre estaba mariconeando. Era tan maricón... no disimulaba nada. Me llamaban 'la señorina'».
Tremendas palizas
Ese amaneramiento indisimulado también alimentaba las iras de su padre, «que me daba unas palizas tremendas. A veces mi madre le preguntaba: '¿Pero qué ha hecho el niño?' Y respondía: 'Él ya lo sabe'». Huyó de todo eso con catorce años y llegó hasta Zaragoza. Durante el viaje en tren conoció a 'El Jardines', un delincuente que «estaba liado con una prostituta. Al final, ella me trataba como a un hijo. Yo vivía con ella en el prostíbulo». Su casual amigo le enseñó el arte del «choriceo, que era la única manera de sobrevivir». Sufrió varias redadas en las que la autoridad buscaba homosexuales. «Te molían a palos», recuerda. Hasta el punto que acabó prefiriendo «que me pillaran por algo, por ladrón, y no sólo por gay».
La supervivencia le llevó a delinquir y a prostituirse en «saunas y meaderos». En sus pasos por prisión conoció a «fuleros con los que me compinchaba. Se hacían pasar por policías y les sacábamos el dinero a los homosexuales ricos».
Con sólo veinte años decidió cambiar de vida pero «el acoso policial» se lo impidió. «Ya tenía historial de chorizo y de homosexual, así que no me dejaban en paz». Y por su condición de gay, estando en Barcelona, lo enviaron al campo de concentración de Nanclares de la Oca.
Allí llegó aleccionado. «Cuando dijeron 'los invertidos que den un paso al frente', yo lo di». Era el modo de librarse de los trabajos forzados «donde la gente moría o se suicidaba. Nos encargábamos de la lavandería, trabajábamos en los comedores y éramos los asistentes de cualquiera que fuese más que cabo: ayudábamos a sus mujeres en casa». Recuerda la sarna, los piojos, los boniatos como único alimento, las torturas... Aunque también de cuando se disfrazaban de folclóricas y de las fugaces aventuras nocturnas.
Después siguió entrando y saliendo de prisiones y psiquiátricos porque a veces «uno tenía que fingir que estaba loco para que no le pegaran dos tiros». Hasta que, pasada la cuarentena, consiguió cambiar de vida. Le dejaron hacerlo en Las Palmas, donde trabajó como conserje en un hotel hasta jubilarse, a los 67 años. Según sus cálculos, pasó un cuarto de siglo encerrado y sólo una cosa le ayudó a soportarlo: «Menos mal que soy homosexual».