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Lucien Gregoire, escritor católico, publicó el año pasado en Estados Unidos Murder in the Vatican (Asesinato en el Vaticano) un libro que en realidad son dos a la vez: The Revolutionary Life of John Paul (La revolucionaría vida de Juan Pablo) y The Vatican Murders of 1978 (Los asesinatos vaticanos de 1978), donde ofrece por un lado sus sospechas, sostenidas en hechos que expone profusamente, de que Albino Luciani murió asesinado, y no de un infarto (como sostiene la confusa versión oficial) apenas un mes después de haber sido coronado Papa, y por otro lado, habla de su fascinante moral.
Yo nunca he sido muy amigo de teorías conspirativas, por muy golosas que estas sean, pese a que indudablemente, cuando al Poder (sea este el que sea) ha visto su trono en peligro, ha ejecutado líderes y provocado matanzas y eso sí es un hecho irrefutable. Así que de momento, no me centro en eso.
De lo que quiero hablar es del retrato que ofrece Gregoire sobre Juan Pablo I en el primero de los dos libros que componen el volumen. De un hombre revolucionario en sus ideas y actitudes. De alguien que, si hubiese tenido tiempo o se lo “hubiesen permitido”, habría cambiado la Iglesia Católica, y con ello, la moral del Mundo Occidental quizás para siempre.
Juan Pablo I (o Albino Luciani), fue el único Papa de la historia nacido en una familia no humilde, sino directamente pobre. Era hijo de una devota cristiana y de un padre ateo y comunista que renegaba de todo lo que oliese a “divino.” En un ambiente familiar así, no resulta raro que Luciani, con el tiempo, fuese a la vez que un hombre de profundo fervor religioso y alguien con una mentalidad inusualmente racional.
Luciani, al quien el mismísimo Albert Eisntein admiraba, y que despreciaba que se refiriesen a él como Su Ilustrísima, o Santidad sino por su apodo “Piccolo”, resultó ser un hombre tremendamente admirado, y posteriormente casi “abandonado” por la Iglesia y muchos historiadores “oficiales” porque fue un revolucionario genuino que hizo temblar muchos poderosos hábitos.
Para él, la palabra censura no existía. Desde luego, jamás la aplicó en su púlpito, sus discursos y sus escritos, atreviéndose a calificar a Moisés como el precursor del fascismo, sugiriendo a menudo, que el Antiguo Testamento debía ser prácticamente desterrado, porque la Iglesia debía regirse por el mensaje nuevo, que era el mensaje de Jesús.
De las muchas citas que aparecen en el libro, he querido rescatar unas cuantas:
A propósito de una pregunta que le hicieron sobre el sacerdocio femenino, Luciani dijo:
Por último (que si no, me lanzo más que en el post sobre el Pato Donald), una rotunda declaración acerca del amor entre personas del mismo sexo. Más concretamente acerca del MATRIMONIO: