Como en casi toda Latinoamérica, el machismo en Cuba propicia una encarnada discriminación sexual hacía las personas que no son heterosexuales; aunado a ello se presenta un régimen socialista represivo que cede las demandas de la comunidad LGBT.
por Sergio Téllez-Pon
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A finales de la década de 1960, y todavía durante buena parte de la década de 1970, el régimen de Fidel Castro creo las hoy famosas UMAP (Unidades Militares en Apoyo a la Producción), que en realidad eran campos de concentración para las tres P’s: Prostitutos, Proxenetas y Pederastas. Esa “escoria de la sociedad”, como la llamaban los dirigentes de la Revolución cubana, eran enviados a las UMAP para empezar su rehabilitación social y así poderse integrar a la sociedad socialista, nueva, solidaria que nacía enfrentando al imperialismo; todo esto, evidentemente, porque ser prostituto, matrona u homosexual, iba en contra del sentir del “Hombre Nuevo”, según el concepto del Ché Guevara.
Más tarde, con el surgimiento del sida, en Cuba se crearon una especie de hospitales exclusivos para infectados que realmente eran otra especie de campos de concentración pues al ser ingresados nunca volvían a salir. Esto causó una gran polémica a nivel mundial pues los organismos médicos internacionales condenaron la medida pues restringía sus derechos humanos básicos sólo por ser portadores de una enfermedad. Hace un par de años Carlos Monsiváis los llamó “sidaretos”, haciendo un juego de palabras con el lugar donde iban a ser encerrados los portadores de la peste en la Edad Media.
Hoy en día, a casi 40 años de haberse creado las UMAP y a 20 de los sidaretos, la discriminación y la homofobia persiste aunque de distintas maneras. Ya no es esa marcada intención por erradicar estas “prácticas perversas”, pero sí con un persistente acoso policial que se hace aún más evidente al ir directamente a un grupo vulnerable.
Durante mi segundo viaje a La Habana, en septiembre de 2003, me sentí discriminado por ser homosexual. Venía caminando la pendiente de la avenida 23, conocida como La Rampa, cuando un muchacho—muy guapo, por cierto—me empezó a hacer la plática, como es habitual entre los cubanos. En la desembocadura de la avenida con el Malecón, en la plazoleta del Hotel Nacional nos encontramos con los policías que de inmediato se acercaron a nosotros y nos pidieron nuestros carnés (credenciales de identificación); yo les contesté arrogantemente que era extranjero. Entonces me interrogaron: “¿Es usted salvadoreño o ecuatoriano o guatemalteco?” No, contesté indignado, soy mexicano. Y entonces me pidieron mi pasaporte. Una vez más, con toda la arrogancia que le permite a uno ser extranjero en una ciudad donde el extranjero vale más que un cubano auténtico, les contesté que no cargaba conmigo esos papeles tan importantes.
Mientras revisaban el carné del chico con el que venía para ver si todo estaba en regla, uno de los policías me preguntó si me podía hacer una pregunta; claro, contesté con un dejo de amabilidad. “¿Es usted homosexual?”, espetó. No, por supuesto que no, dije tajantemente. Y ahí se acabó el lío, nos dejaron ir en octaviana paz.
Nos es que no haya querido asumir mi homosexualidad públicamente (cosa que hago normalmente), pero el caso es que, en primer lugar, el policía no tuvo por qué haberme preguntado eso y por otra parte, yo sabía lo que tenía que contestar para que nos dejaran ir, para que no nos quitaran más el tiempo y pudiéramos llegar al malecón a seguir la fiesta. De lo contrario el interrogatorio hubiera seguido ad infinitud.
El régimen cubano ha tenido que ir cediendo a los vertiginosos cambios sociales y a sus demandas. Esto suena un poco absurdo, pues se pensaría que el Estado y su gobierno están en esos puestos justamente porque responden a las necesidades de su sociedad. Por el contrario, en Cuba por mucho tiempo la dictadura impuso un estilo de vida, de sentir, un nacionalismo extremo en el que el cosmopolitismo no tenía cabida, así que mucho menos la homosexualidad o la disidencia sexual.
Este proceso se aceleró de manera notable a partir del derrumbe de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín. En Cuba la aguda crisis económica, llamada eufemísticamente “Periodo Especial en tiempos de paz”, hizo que la sociedad se revelara de forma tan marcada como no se había pensado y como consecuencia de eso surgió el llamado “Maleconazo”, un éxodo de cubanos hacia Estados Unidos en embarcaciones deficientes, a partir de 1995 hasta la fecha.
A pesar de los crecientes rumores de la homosexualidad de “Raúl”(así a secas, como le llaman en la isla a Raúl Castro Ruz, hermano menor y sucesor de Fidel), los avances han sido muy pocos en cuanto a la liberación sexual. Estas libertades mínimas se deben a la propia y nada heterogénea comunidad diversa de la isla. Con la película “Fresa y chocolate” y su éxito mundial, el régimen puso atención en la comunidad lésbica, gay y transexual, pero sólo entonces y gracias al rotundo éxito de una ficción.
La semana pasada, en el marco del Festival Mix, el videoasta Víctor Jaramillo presentó su documental “La noche abre su flor” donde aborda el tema de la transexualidad y el travestismo en la isla. Los testimonios de algunos travestis son desgarradores pues hablan incluso de que tenían que esconder sus ropas femeninas si no quería ir a dar a la cárcel (una cárcel más terrible que la cárcel rodeada de agua).
En fechas muy recientes, ante el creciente número de travestis y transexuales en la isla, el gobierno cubano ha empezado a promover una ley en la que se autoricen las operaciones de cambio de sexo y el cambio de nombre. Una vez más, el régimen se ha tenido que ir adaptando a los cambios sociales.
Actualmente, la televisión pública del Estado produce y transmite en la isla una telenovela “La cara oculta de la luna” donde aborda de manera muy abierta el tema de la bisexualidad, la homosexualidad y la vida gay. Esto hubiera sido impensable todavía hace muy pocos años.