Fuente: sentidog.com
Daniel Borrillo*.-
El 17 de mayo de 1990 La Asamblea General de la Organización Mundial de la Salud (OMS) suprimió la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales. Por este motivo se está iniciando una campaña para que conseguir que esta fecha sea elegida como día mundial contra la homofobia y transfobia.
¿Cuántos padres –se pregunta el jurista Daniel Borrillo- se inquietan cuando descubren la homofobia de su hijo adolescente, mientras que la homosexualidad de un hijo o una hija es todavía fuente de dolor en el seno de las familias?
La homofobia es la actitud hostil respecto a los homosexuales, hombres y mujeres. Parece ser que el término fue utilizado por primera vez en Estados Unidos, en 1971, pero hasta finales de los años ochenta no apareció en los diccionarios franceses. Para Le Nouveau Petit Robert, homófobo es el que manifiesta aversión hacia los homosexuales, y para el Petit Larousse, la homofobia es el rechazo de la homosexualidad, la hostilidad sistemática respecto a los homosexuales. Pero aunque efectivamente el componente primordial de la homofobia es la repulsa irracional, incluso el odio, hacia gays y lesbianas, no puede ser reducida sólo a eso.
Tal como la xenofobia, el racismo o el antisemitismo, la homofobia es una manifestación arbitraria que consiste en señalar al otro como contrario, inferior o anormal. Su irreductible diferencia le coloca al otro lado, fuera del universo común de los humanos. Crimen abominable, amor vergonzante, gusto depravado, costumbre infame, pasión ignominosa, pecado contra natura, vicio sodomita, son algunos de los calificativos que han servido durante siglos para designar el deseo y las relaciones sexuales o afectivas entre personas del mismo sexo. Encerrado en el papel de marginado o excéntrico, el homosexual ha sido señalado por la norma social como pintoresco, extraño o veleidoso. Y como siempre el mal viene de fuera, en Francia se ha calificado a la homosexualidad como “vicio italiano”, “costumbre árabe”, “vicio griego” o hasta de “usos coloniales”. El homosexual, tanto como el negro, el judío o el extranjero es siempre el otro, el diferente, aquel con quien toda identificación es impensable.
La cuestión homófoba
La reciente preocupación por la hostilidad respecto de gays y lesbianas ha cambiado la manera en la que el problema ha sido planteado hasta ahora. En lugar de consagrarse al estudio del comportamiento homosexual, tratado como aberrante en el pasado, actualmente la atención se centra en las razones que han llevado a considerar como aberrante a esta forma de sexualidad, de manera que el desplazamiento del objeto de análisis hacia la homofobia produce un cambio tanto epistemológico como político.
Epistemológico, dado que no se trata de conocer o comprender el origen y el funcionamiento de la homosexualidad como de analizar la hostilidad desencadenada por esa forma específica de orientación sexual.
Político, dado que no es ya la cuestión homosexual (a fin de cuentas, prácticamente banal desde el punto de vista institucional),3 sino la cuestión homófoba, la que merece en lo sucesivo una problematización particular. Ya se trate de una elección de vida sexual o ya sea cuestión de una característica del deseo erótico hacia las personas del mismo sexo, la homosexualidad ha de ser considerada en lo sucesivo como una forma de sexualidad tan legítima como la heterosexualidad. En realidad, no es más que la simple manifestación del pluralismo sexual: una variante constante y regular de la sexualidad humana.
En tanto que actos consentidos entre adultos, los comportamientos homoeróticos están protegidos, al menos en la mayoría de los países occidentales, de la misma manera que cualquier otra manifestación de la vida privada. Como atributo de la personalidad, debería caer en la indiferencia institucional. Lo mismo que el color de la piel, la afiliación religiosa o el origen étnico, la homosexualidad debe ser considerada como una dato no pertinente en la construcción política del ciudadano y en la calificación del sujeto de derecho.
De hecho, aunque el ejercicio de una prerrogativa o el goce de un derecho no está ya subordinado a la pertenencia real o supuesta a una raza, a uno u otro sexo, a una religión, a una opinión política o a una clase social, la homosexualidad continúa siendo un obstáculo para la plena realización de los derechos. En el seno de este tratamiento discriminatorio, la homofobia juega un papel determinante en tanto que es una forma de inferiorización, consecuencia directa de la jerarquía de las sexualidades y confiere a la heterosexualidad un estatuto superior, situándola en el rango de lo natural, de lo evidente.
Mientras que la heterosexualidad es definida por el diccionario como la “sexualidad (considerada como normal) del heterosexual” y el heterosexual como aquel que “siente una atracción sexual (considerada como normal) por los individuos del sexo opuesto”,4 la homosexualidad se encuentra desprovista de dicha normalidad. En el diccionario de los sinónimos la palabra “heterosexualidad” no figura en ninguna parte. Por el contrario, androgamia, androfilia, homofilia, inversión, pederastia, pedofilia, socratismo, uranismo, androfobia, lesbianismo, safismo, se proponen como términos equivalentes al de “homosexualidad”. Y si el diccionario Le Petit Robert considera que un heterosexual es simplemente lo contrario de un homosexual, los vocablos para designar a este último abundan: gay, homófilo, pederasta, enculado, loca, homo, marica, maricón, invertido, sodomita, travesti. Esta desproporción léxica revela la operación ideológica consistente en designar sobreabundantemente lo que aparece como problemático y a mantener en lo implícito a lo que se supone evidente y natural.
Del sexismo a la homofobia
La diferencia hetero/homo no sólo está constatada, sino que sirve sobre todo para ordenar un régimen de las sexualidades, según el cual únicamente los comportamientos heterosexuales merecen la calificación de modelo sexual y de referencia para cualquier otra sexualidad. Así pues, en este orden sexual, el sexo biológico (macho, hembra) determina un deseo sexual unívoco (hetero), así como un comportamiento sexual específico (masculino/femenino). De esta manera, sexismo y homofobia aparecen como componentes necesarios del régimen binario de las sexualidades.
La división de los géneros y el deseo (hetero) sexual funcionan más como un dispositivo de reproducción del orden social que como un dispositivo de reproducción biológica de la especie. La homofobia se convierte así en el guardián de las fronteras sexuales (hetero/homo) y las de género (masculino/femenino). Por eso los homosexuales no son las únicas víctimas de la violencia homófoba, que también atañe a todos aquellos que no se adhieren al orden clásico de los géneros: travestidos, transexuales, bisexuales, mujeres heterosexuales con fuerte personalidad, hombres heterosexuales delicados o que manifiesten gran sensibilidad...
La homofobia es un fenómeno complejo y variado que se adivina en las bromas vulgares que ridiculizan al afeminado, pero que también puede revestir formas más brutales, que lleguen a la voluntad de exterminación del otro, del homosexual, como fue el caso de la Alemania nazi. La homofobia, como toda forma de exclusión, no se limita a constatar una diferencia: la interpreta y extrae conclusiones materiales. Así, si el homosexual es culpable del pecado, su condena moral aparece como necesaria y la purificación por el fuego inquisitorial fue su consecuencia lógica. Si es asimilado al criminal, su lugar natural resulta ser, en el mejor de los casos, el ostracismo y, en el peor, la pena capital, como aún sucede en algunos países. Si se le considera un enfermo, es objeto de la atención médica y debe sufrir las terapias que la ciencia le ordene, especialmente los electroshocks, utilizados en Occidente hasta los años sesenta. Si las formas más sutiles de homofobia pregonan una cierta tolerancia hacia gays y lesbianas, no es más que a condición de atribuirles un lugar marginal y silencioso, el de una sexualidad considerada como inacabada o secundaria. Aceptada en la esfera íntima de la vida privada, la homosexualidad resulta insoportable cuando reivindica públicamente la equivalencia con la heterosexualidad.
La homofobia es el temor de que esta identidad de valor sea reconocida. Se manifiesta, entre otras cosas, por la angustia de ver desaparecer la frontera y la jerarquía del orden heterosexual. Se expresa con la injuria y el insulto cotidianos, pero también aparece en los escritos de profesores o expertos o en el curso de los debates públicos. La homofobia es familiar, produce aún consenso y se la percibe como un fenómeno banal: ¿cuántos padres se inquietan cuando descubren la homofobia de su hijo adolescente, mientras que a la vez la homosexualidad de un hijo o de una hija es todavía fuente de dolor en el seno de las familias y conduce muchas veces a la consulta de un psicoanalista?
Invisible, cotidiana y compartida, la homofobia forma parte del sentido común, aunque también conduzca a una innegable alienación de los heterosexuales. Por estas razones es importante analizarla tanto en las actitudes y comportamientos como en sus construcciones ideológicas.
* Investigador y profesor de Derecho privado en la Universidad de París. Este texto es la introducción del libro de Daniel Borrillo Homofobia (Edicions Bellaterra, Barcelona, 2001) y se publica con la autorización del autor.
Extraido de Anodis.com