Tribuna Abierta
La Iglesia y la homosexualidad
por fabricio de potestad menÉndez
HACE aproximadamente tres años acudió a mi consulta un homosexual afecto de una depresión que nada tenía que ver con su inclinación sexual. El caso no hubiera tenido mayor trascendencia si no es por la atroz historia que me contó. Hacía un par de años que en una sacrosanta clínica privada, algún alquimista de broza, mercachifle de la nada absoluta, había tratado de reprogramar la alquimia de su mala configuración sexual, atiborrándole de pastillas. Llegó a tomar la friolera de 10 comprimidos al día. Terapéutica tan brutal como inhumana y tan absurda como inútil, obviamente, no tuvo el efecto deseado. Aunque muy atontado, el joven perseveró, lógicamente, en su apetencia homófila. Así es, don Fernando Sebastián, rutilante arzobispo de Pamplona, como los nigromantes de la Iglesia Católica ayudan a reconducir la orientación sexual de sus pacientes mal configurados. Y ya que se aventuró a hacer una indebida y desafortunada incursión en el ámbito científico, debo recordarle que, desde hace ya muchos años, la homosexualidad no figura en el manual de trastornos mentales de la Organización Mundial de la Salud. Vamos, que la homosexualidad ni es necesariamente fuente de problemas psicológicos ni de sufrimiento alguno y, desde luego, no hay riesgo de epidemia de homosexualidad. Quédese tranquilo.
Ya sé que es más fácil ver la paja en ojo ajeno que la viga en el propio, pero la Iglesia no puede ignorar el insólito aluvión de inclinaciones sexuales que cohabitan en su seno, lo cual se me antoja per se difícil de entender, aunque lo que me parece inaudito es que en ese totus revólutum , contrapuesto a una formulación cabal y ejemplar del cristianismo, haya también pederastas. Eso es sencillamente vergonzante.
Lo cierto es que una vez más al arzobispo de Pamplona le ha ganado la inercia histórica. Llamo inercia histórica, naturalmente, a todo eso que gestiona el nacionalcatolicismo, aquel que llevaba a generalísimo bajo palio mientras dejaba a Cristo al sereno, como a todo eso que bendicen los obispos en armas, hoy metidos en iracunda cruzada contra los socialistas. Sinceramente, sus palabras exhalan una tufarada a intolerancia tan insólita como lamentable.
En fin, la Iglesia, benéfica y parroquiana, sigue empecinada en regular, desde su fortaleza teocrática y confesional, los derechos ciudadanos, tanto de sus fieles como del resto de los habitantes de este país, aunque éstos se declaren ateos, agnósticos o indecisos. Eso, señor arzobispo, es preconstitucional.
Me consta que no toda la congregación cristiana piensa así, pero que unos cuantos elfos diminutos de la Iglesia traten de convertir la fiesta de la democracia en una mala escenificación de la falta de retentiva histórica, resulta inquietante. Aún recuerdo que cuando la Iglesia era visitante asidua del palacio del Pardo, con sus rancios latines, nos obligaba, con la debida sumisión y hagiografía, a ser vegetarianos espasmódicos durante la vigilia de la Semana Santa, aquellas fechas de regusto por el luto, recogimiento impuesto y crespones morados, tan sobrecogedores, que acojonaban. No soy anticlerical ni tengo nada contra la Iglesia, se lo aseguro, pero una cosa es Teresa de Calcuta, un armiño de pureza y generosidad y, otra muy distinta, Torquemada, al que creía muerto hacía tiempo, pues yo mismo asistí a su entierro.
Seamos claros, tratar de conculcar y sofocar, mediante una vergonzosa operación de acoso, los derechos civiles de una parte de la población tiene un nombre: totalitarismo. Sinceramente, creía que este tipo de prácticas habían sido superadas por el tiempo y que sólo se exhibían como siniestras antiguallas en el museo de los horrores predemocráticos. Aquí no sobra nadie, incluso va siendo hora de que se vayan acomodando aquellos que llegan de países lejanos con creencias muy distintas a las nuestras o sin ellas.
Está claro que todavía existen en la Iglesia actitudes vacuas y cicateras que, tras de desterrar la racionalidad y conculcar valores como la igualdad y la libertad, avalan la discriminación, aunque con su favor se escriba la moral parva, la espiritualidad con minúsculas, esa en la que brillantemente resplandece la ignorancia y la falsedad. Y es que algunos miembros de la Iglesia se obstinan, con la sutileza propia de los tontos de capirote, en evitar a todo trance que nuestro país sea laico, que es como debe ser un país que se precie de ser democrático. Claro que en el paleocatolicismo, forjado en los años de la dictadura, todavía quedan, desgraciadamente, sacerdotes zascandiles, conservadores de vanidades, expertos en santas contiendas y horneados con apremio, que obtuvieron su ministerio prêt-à-porter en algún seminario conciliar de acusada retranca.
No trate, señor arzobispo, de aturdirnos braceando fáciles y lisonjeras argumentaciones como que, pese a ser los homosexuales pecadores defectuosamente manufacturados, son, no obstante, hijos de Dios, pues el hecho incontestable es que de sus palabras se desprende una inaceptable homofobia. No le que quepa duda de que el ser humano es totalmente libre, sin apelación natural ni sobrenatural posible. No hay nada inteligible escrito en el cielo ni en la naturaleza, empíricamente demostrable, que oriente la conducta humana. Entiendo que elegir entre el pensamiento racional y el delirio es una cuestión íntima. Sé que don Quijote eligió, afortunadamente, el delirio, pero no todos estamos a su altura.
Lo cierto es que, le guste o no, bajo el cielo crudizo de la plaza de Chueca, los homosexuales, ese ventarrón alegre de colores, restregando sus besos duros entre hombres y sus tiernos arrumacos entre mujeres, dejaron en el aire de Madrid una palpitación de libertad y un repetido alarde de igualdad. Fue el gran desfile del libre albedrío, caminando entre orillas de gente gris y sotana negra.
En fin, aunque sé que a la Iglesia le gusta ver la vida como a santa Teresa de Jesús, levitando en el aire y mirando desde lo alto, ahí donde los dioses se convierten en personajes de sainete, que cada cenáculo y cada capilla, aquí abajo, se alce con su santo y con su limosna, y que cada cual viva como le venga en gana, sin fastidiar a los demás, claro está.
(*) Médico-psiquiatra
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