La historia de las lesbianas todavía está por escribir y quien lo haga tendrá, en cierto sentido, poca faena: la ocultación, el silencio, la invisibilidad y, como guinda, la tragedia, son más protagonistas que las propias lesbianas.
Tengo el privilegio de enseñar una parte de esa historia, Literatura lésbica, en el Máster de Género y Comunicación de la UAB y suelo empezar preguntando al alumnado cuántas lesbianas conoce entre Safo y Martina Navratilova. Como la mayoría es post-millennial, siempre cae un: ¿quién es Martina Navratilova? Lo suyo sería preguntarse por qué la elijo si era tenista, y ahí puedo dar dos motivos: uno, la falta de referentes positivos de los que Navratilova es una buena representante —exitosa y bien plantada, aparecía en los torneos con su pareja y no la presentaba ni como una amiga ni como su prima y eso en los años 80 tenía mucho mérito—; el otro, es que escribió su autobiografía y, dada la escasa producción temática, todo suma.
El patriarcado ha querido hacer desaparecer de la historia a las lesbianas. Solo una mínima parte de los poemas de Safo se ha conservado desafiando al papa Gregorio VII quien, en 1073, ordenó quemarlos por inmorales. En un artículo de hace ya años, Noni Benegas mostraba cómo ha sido silenciada la literatura lésbica: “Dante no las incluye en la figura del condenado sexual, Boccacio no las nombra en sus cuentos y en la época de La Ilustración, cuando se ajusticiaba a un sodomita se detallaba el pecado ante el pueblo, pero no en el caso de una mujer, para no dar ideas”.
¿Y qué hay de Sor Juana Inés de la Cruz cuando le dice a la Virreina de México?
Es de amarte impedimento
Pues sabes tú que las almas distancias ignoran y sexo.
Si esto no es un poemita lésbico, yo soy bombera.
Ejemplos silenciados o falseados hay para llenar bibliotecas. No es hasta finales del siglo XIX, principios del XX cuando se alzan voces de mujeres que manifiestan abiertamente su amor por otra mujer y reclaman su existencia lesbiana. La primera es Radclyffe Hall con su mítico The well of loneliness de 1928 (hay una novela anterior, Zezé, de Ángeles Vicente, pero va en otra línea), donde se atreve a afirmar: “Soy una mujer (aunque se hace llamar John) y amo a otra mujer”. Y como era católica concluye la narración con la épica frase: “Proclama ante el mundo entero que existimos, oh Dios, y concédenos también el derecho a existir”. ¡Amén! La sentencia fue duramente criticada por las feministas de los años 80 que declaraban “soy lesbiana porque me da la gana” (bonito pareado).
Que la primera historia de reivindicación del lesbianismo se titule El pozo de la soledad no es buen augurio. Aún no habíamos salido de ese pozo, ya estábamos entrando en el
Bosque de la noche (Djuna Barnes, 1936) y, sin ánimo de hacer spoilers, todo lo que sigue (salvo un par de honrosas excepciones) ya sea en cine, literatura o teatro, acaba en tragedia. El desenlace al que se ven abocadas las protagonistas fluctúa entre el manicomio, el suicidio, la prisión, una cruel enfermedad, o, peor todavía, el regreso al redil de la heterosexualidad. En cualquier caso, la relación no puede subsistir por su propia naturaleza. Eso no es casual ni es gratuito. Donde no hay literatura no hay historia. Así, el patriarcado nos quiso hacer creer que no existíamos y, cuando ya no pudo mantener esa mentira, la recondujo: si os empeñáis en existir, acabareis fatal, allá vosotras. ¿Hay sistema más efectivo para eliminar a un colectivo? (bonito pareado). Ya solo por es agravio, deberíamos denunciar a las sociedades patriarcales y solicitar a las empresas de tisúes una indemnización por todas las lágrimas derramadas injustamente y enjuagada con sus productos
En ese panorama histórico, nuestro particular Estado luriautonómico tiene su propia evolución. 40 años de dictadura fascista y una ley de peligrosidad social marcan la diferencia. La ley, dicen, no afectó tanto a las mujeres. ¡Claro, si no existíamos! La convivencia entre mujeres, que fueran cogidas del brazo o que mostraran afecto en público estaba plenamente aceptada. Nada que sospechar, a fin de cuentas, ¿qué hacen dos mujeres en la cama sin el elemento copulador por excelencia?
Con la transición y la euforia de la liberación social aparecieron los primeros grupos de reivindicación homosexual, que eran, básicamente, G y, de forma secundaria, L, B, T, I, etc. Hace poco, vi un documental sobre el movimiento LGTBI en Barcelona (que no nombraré porque mi intención no es hacer una crítica) donde se dice que las lesbianas en la época de la transición y el estallido del activismo no nos sentíamos bien ni dentro de los movimientos LGBTI ni dentro del feminismo. Eso es erróneo. Los primeros colectivos solo eran G (Front d’Alliberament Gai, Coordinadora Gai, Col·lectiu Gai de Barcelona…), haciendo uso de ese genérico que siempre invisibiliza a las mismas, y fueron las propias lesbianas las que reclamaron la inclusión de la L. También aquí la misoginia asomó la naricita, porque los grupos Gay y Les resultaron ser muy gais y un poquito Les. Por si sola, esta ya habría sido razón suficiente para hacer nuestro propio camino, nuestra propia lucha, pero es que, además, las reivindicaciones de las unas y de los otros no eran las mismas. Recordemos la doble discriminación por ser mujeres y por ser lesbianas, la falta de referentes y el vacío ancestral. Los gais habían existido, habían sido perseguidos; las lesbianas fuimos anuladas y si no sufrimos las leyes de la misma manera fue, sobre todo, porque se nos negó la sexualidad
Con las feministas el tema era otro. Un sector, y solo un sector de activistas hetero cis, que, intuyo, es el mismo que ahora pone pegas a las teorías queer y está en contra de la ley trans, no quería que se las confundiera o se las tomara por lesbianas y se dejaban la piel en romper el estereotipo de que las feministas son todas unas marimachos, amargadas y feas. Con mal criterio, debo decir, ya que las lesbianas tendíamos a ser más guapas; una pluma elegante era muy apreciada en el ambiente. No tergiversemos los hechos, las lesbianas feministas no se desmarcaron, se unieron por la necesidad de tener un espacio propio donde confluyeran ideología feminista y activismo lésbico. El relevo generacional, con colectivos como Films Feministes, Grup de Lesbianes Feministes de Barcelona o La Sal, deja patente que no era un “no saber dónde meterse”.
A título anecdótico, también me llamó la atención la relevancia que se da en ese documental a la presunción de heterosexualidad. Por defecto, todo lo que no se define es masculino, blanco, heterosexual, occidental, de clase media y de edad productiva. Si una noticia dice “En el accidente murió una persona”, nuestro imaginario ve esas características, porque si son otras, se especifican: “En el accidente murió una mujer marroquí de avanzada edad”. Y no es la misma consideración ni el mismo efecto ni el mismo sentimiento colectivo el que produce que muera una yaya inmigrante o un joven y respetable empresario catalán (por poner un ejemplo). Personalmente, la presunción de heterosexualidad no me parece el obstáculo más importante de nuestras vidas. El muro que queremos derribar es otro y está relacionado con esa nuestra (no) historia. Tengamos un poco de cuidado y mucho rigor a la hora de dar datos para construirla: la carencia de referentes, la ausencia de literatura, la conjura patriarcal que nos ha hecho invisibles nos ha castigado y nos ha condenado a la tragedia, eso es lo que hay que reparar.
Con las reivindicaciones aparecieron también los espacios culturales y de ocio. A principio de los años 90, bullían los locales de ambiente y se creaban las primeras librerías de temática: Berkana en Madrid y Cómplices en Barcelona (que, heroicamente, todavía resisten), pero se encontraron con un paradójico inconveniente: en 40 años no se había escrito en castellano (menos todavía en las otras lenguas del Estado) sobre amor entre mujeres, así que no tenían libros para vender más allá de las traducciones, por ese motivo crearon la pionera editorial EGALES. Las librerías cumplían una función social. Las clientas iban tanto para informarse sobre el ambiente de la ciudad como para abastecerse de historias, de las que no habían podido gozar antes, en las que “chica conoce chica”, pasan una serie de peripecias y llegan a un terapéutico final feliz.
Otra característica de nuestra (no) historia es el tabú de la palabra “lesbiana”. Siempre ha costado pronunciarla y ni siquiera se sustituye por eufemismos (como sucede con el cáncer, que para los medios de comunicación es “una larga enfermedad”) no se nombra y punto. Ahora, las más jóvenes la rechazan por otros motivos. “A mí no me pongas etiquetas”, dicen. Otras optan por la denominación queer feminista, transfeminista, no binaria, etc. pero lesbiana, lo que se dice lesbiana, no es el término con el que se identifican. De esta manera, los espacios propios dejan de tener sentido. Ya no hay bares de ambiente, las librerías pierden su función social… En paralelo —no nos pongamos trágicas, que ya bastante hemos tenido—, nunca ha habido tanta presencia de lesbianas en la ficción. En el cine, en las series, en la literatura o en el teatro es habitual encontrar personajes de lesbianas, por lo general jóvenes, que no han salido de un pozo de soledad ni han atravesado oscuros bosques nocturnos. Eso significa que los tiempos están cambiando y no dudo que será para bien, solo me pregunto si tanto los personajes como sus espectadoras saben cuánto ha costado conseguir esa presencia. Con la abolición de los géneros vamos hacia una situación más ecuánime, estoy segura, pero no puedo evitar una cierta desazón por aquello que se ha perdido cuando apenas se había conseguido (bonito pareado).
Cedido por la escritora Isabel Franc y publicado: https://www.pikaramagazine.com/2022/...las-lesbianas/